Exposición

JOSÉ GALLEGO

Dibujos transitivos

25.10.2024 - 12.01.2025

c/ Rubio 6, Santander


Vista general de Joaquín Martínez Cano

Evento/El artista y su obra

Joaquín Martínez Cano

05.11.2024 19.30h

El artista y su obra es un ciclo que forma parte de la nueva programación del MAS que incluye actividades como visitas guiadas,…


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Calendario de actividades

Publicado en la web un calendario con los eventos organizados en el MAS.

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Reapertura del MAS

El MAS reabre sus puertas después de las obras de reforma con una selección de sus mejores obras.

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El Museo del Prado en el MAS

“El arte que conecta”, el Museo del Prado y Telefónica acercan las colecciones del Prado a toda la geografía española Este proyecto…

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Presentación libro "MAScolecciones2021. Catálogo sistemático"

Viernes 24 de noviembre de 2023

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Día Internacional de los Museos 2023

Jueves, 18 de mayo

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Fernando Calderón

FERNANDO CALDERÓN DÍEZ

(Santander, 1969)

 

Nacido en Santander el año 1969. Diplomado en Ingeniería Técnica Industrial por la Universidad de Cantabria, actualmente ocupa plaza de funcionario en el Museo de Bellas Artes. De formación científica, llega a la literatura a través de una larga relación con la lectura. Escritor autodidacta (y novel), ha publicado un relato en el suplemento literario de la revista CAMPUS, donde aparecerá un nuevo relato próximamente.

 

Una tarde en el Museo

Para dos Margaritas,

la que siempre está

y la que nos ha dejado para siempre.

 

            A Petra no le gustan las tardes de invierno, a la hora de entrar al trabajo ya está anocheciendo y eso le deprime. También le deprime el hastío de esas tardes en las que desea que aparezca algún visitante, simplemente porque levantarse de la silla y cumplir con su tarea de vigilante hace que el tiempo pase más rápido.

Después de fichar, Petra sube con ritmo cansino las escaleras hasta la última planta del museo, con tres o cuatro revistas de pasatiempos debajo del brazo. “A ver si no se me acaban antes de cerrar”, piensa aburrida.

Volver a casa después del trabajo también le resulta deprimente; llegar bien entrada la noche, y encontrarla siempre vacía. Hace apenas un año que su hijo único se casó y la dejó sola en casa. Su marido ya la había abandonado seis años antes que su hijo “para vivir una vida que merezca la pena”, le dijo. Se marchó con una vecina que recibía en su casa, con facilidad para las lenguas, léase francés y griego completo. Han pasado ya siete años y Petra sigue sin saber como se completa un griego. Y del francés no quiere ni oír hablar.

Ahora se siente enterrada en vida y no le parece justo: su marido se llevó algo más que la mitad de las cuentas corrientes, se llevó también las cenas con baile de los viernes, las copas el fin de semana con los amigos. Ella ya no es capaz de salir sola; al principio se le hacía extraño no salir con él, y se quedaba en casa. Ahora su existencia transcurre entre el trabajo y el hogar, entre el uniforme y el camisón. Ya nunca se arregla para salir de casa, el traje azul, con su zapato bajo y su pañuelo a juego se ha apropiado de su imagen, parece que para siempre.

Antes de ocupar su asiento se pasa por el lavabo. Al mirarse al espejo, casi no se reconoce en la mujer del otro lado. No es un problema de arrugas, ni de ojeras, ni de celulitis, nada de eso. Físicamente, se conserva bastante bien. Es porque el espejo la devuelve esa tristeza que lleva metida hasta el alma.

Durante un momento, le parece que se acerca una migraña, siente la cabeza espesa, como embotada, y sopesa la posibilidad de tomar una pastilla. Al final decide que no: si la toma, lo mismo se queda dormida y no sería la primera vez que le pasa. No es divertido que te despierte un extraño, preocupado por si te ha pasado algo.

Toma posesión de su puesto, una mesa con dos sillas que ocupan poco más de un metro cuadrado dentro del espacio que la toca vigilar. A su cargo tiene esta tarde un total de 42 obras de arte de distintos autores y periodos; en su mayor parte de artistas autóctonos modernos y contemporáneos, pero también la joya del museo: un retrato del rey Fernando VII de cuerpo entero y casi a tamaño natural realizado por Francisco de Goya y Lucientes el año 1814 por encargo del consistorio.

Muchas veces han fantaseado Petra y sus compañeros con lo que pasaría si, por ejemplo:

  • Alguien robara el Goya.
  • Ellos mismos robaran el Goya.
  • Mancharan el Goya.
  • Rompieran el Goya.
  • Chuparan el Goya.

            Y así ad nauseam. También fantaseaban sobre los castigos que les serían impuestos de darse uno de esos casos, por supuesto, y el catalogo incluía:

  • El despido fulminante.
  • La incapacitación profesional.
  • El fusilamiento.
  • La crucifixión.

En fin, un catálogo tan amplio como el anterior, si no más. Nada de esto ayuda a Petra a sobrellevar su particular travesía del desierto vespertina e invernal. Así que se sienta, toma aliento y abre la primera revista, autodefinidos, bolígrafo en mano.

El ruido de pasos subiendo la escalera la saca del entrecruzamiento de palabras en que se había enredado. Encuentra dos motivos para alegrarse: por un lado, se rompe la monotonía de la tarde; por otro piensa “si el visitante me entretiene un rato, no se me acabaran las revistas”.

Al afrontar la última revuelta de la escalera, el escalador de turno queda expuesto a la mirada inquisidora de Petra. La observación que lleva a cabo le revela que el sujeto en cuestión es muy probablemente extranjero, no mayor de 55 años, alto, moreno, con una respetable cantidad de pelo, estratégicamente teñido de plata solamente en las zonas que contribuyen a darle  aspecto seductor, de hombre maduro, no viejo. Va además correctamente vestido, con un toque  informal, quizás un poco bohemio, acentuado por un pequeño bolso de piel vieja colgado en bandolera. Un señor de lo más interesante, vamos, que está muy bien. Se le va presentando con una sonrisa acompañada por una leve inclinación del torso.

- Buona sera, señora. Me dijeron que aquí en las alturas encontraría la joya del museo, pero io pensé que se trataba de un cuadro.

Petra se siente enrojecer como una adolescente.

- No me lo cuente, usted es italiano, ¿no?

- Arcángelo Dinodoni, para servirle a usted, bellísima.

- Mire caballero, esto es un museo de bellas artes: evidentemente la joya del museo no soy yo, es un cuadro de Goya, y estaré encantada de mostrárselo.

- Por favor, señora. Io, en este preciso instante, no puedo pensar en nada más agradable que ser guiado por usted.

- No puede negar que es italiano.

- De la misma Roma. Está usted invitada a mi humilde palazzo, solo diga una fecha.

Petra no está dispuesta a admitirlo, pero los constantes requiebros y galanteos del italiano le gustan. Mucho. No puede recordar la última vez que ha sido tratada así por un hombre, ya está acostumbrada a no llamar la atención ni siquiera al pasar delante de una obra. La idea de sucumbir a los piropos y lanzarse a los brazos del Arcángelo éste le atrae, cada vez más. Sin embargo, se deja llevar por un impulso profesional, y acompaña a su visitante hasta dejarle al pie de la obra magna del museo.

- Aquí tiene la joya, Casanova; la auténtica joya del museo.

En presencia de Goya, el italiano ligón experimenta una transfiguración. Se coloca unas gafitas redondas, frunce el ceño, se acerca un poco al cuadro, después se aleja, vuelve a acercarse, relaja el gesto, comienza a rascarse la sien derecha mientras se pellizca la barbilla y empieza a hablar con el cuello de la camisa. Petra alcanza a entender alguna palabra suelta “maravilloso, eccezionale, maestro”. Luego calla y se limita a observar. Petra, un poco preocupada, le pregunta.

- ¿Le acerco una silla?

- Prego…

Deja al italiano sentado, embelesado en su trance místico, y decide que también puede ella sentarse un rato. Terminados los piropos, la situación ya no es divertida; de todas formas parece seguro dejar solo a un hombre tan interesado en el cuadro. Vuelve a centrar su atención en los pasatiempos; termina los autodefinidos y la mitad de una revista de sopas de letras antes de mirar el reloj para constatar que ha pasado más de una hora desde que Casanova empezó a imitar a Buda en la sala del Goya. Se levanta para investigar, y al llegar a la sala, se encuentra con la escena. Tantos años de divertidas divagaciones sobre vandalismos contra el cuadro insignia de la colección no le han preparado para ver a un hombre subido sobre la silla (solícitamente prestada por ella misma) con un pincel en la diestra y una paleta en la siniestra, salidos al parecer del pequeño bolso que ahora descansa en el suelo, retocando el cuadro con aire de estar poseído por la musa. Petra puede distinguir que la estatua que aparece al fondo del retrato ahora le está colocando al rey un par de cuernos. Y una vez distinguido esto, empieza a gritar.

- No se alarme, cara mía, he estudiado el cuadro a fondo, y he deducido que fue manipulado, probablemente poco tiempo después de ser pintado. Sin lugar a dudas, la estatua alegórica de la patria estaba coronando al rey, como símbolo del poder emanado del pueblo. Devolviendo su esencia al cuadro, estamos trabajando a favor del arte tanto como del artista.

            Petra no puede dejar de gritar mientras escucha al viejo loco.

            - ¿Qué has hecho, chalado? Nos van a matar, Dios mío, me van a echar, Dios mío…

            Arcángelo mira hacia ella con expresión estúpida, pero no duda a la hora de recuperar su papel de caballero andante.

            - No llore usted, carísima. No puedo soportar que una mujer tan bella derrame sus lágrimas por mi culpa. ¡Io lo arreglaré!

            - ¿Puede hacerlo? ¿De verdad?

            Saca del bolso un trapillo y un frasco pequeño relleno de líquido incoloro, y se sube a la silla haciendo aspavientos.

            - ¡Por supuesto que lo arreglaré!, cualquier cosa por mi dama.

            Comienza a frotar en el cuadro, creando una pequeña zona borrosa. Sus movimientos circulares se van ampliando, lo mismo que el borrón.

             - ¡Vaya!, es piu difícil de lo que pensaba.

            Al oír estas palabras, la tensión acumulada puede con Petra, y se desmaya. Al despertar, lo primero que ve es al excéntrico italiano dándole aire con un pañuelo blanco inmaculado. No se acuerda de lo que ha pasado, mira el reloj y se da cuenta de que es casi la hora de cerrar, debe de llevar un buen rato inconsciente. La memoria le va regresando a retazos, y eso no ayuda para nada a su estado de ánimo. El recuerdo del cuadro emborronado la retuerce las tripas, y aparta a su asistente de un porrazo para poder verlo mejor. Ya no hay ningún borrón, tampoco hay cuernos, pero algo no le convence. A Fernando VII se le ha caído el pelo por la parte frontal, pero en lugar de llegar al suelo se ha instalado alrededor de la boca en forma de perilla como de chivo.

            - Esto no está bien, ¿no? Quiero decir, no estaba así antes.-Se detiene para coger fuerzas y mira al pintor de pacotilla directamente a los ojos- ¿Quién coño es este?

            El personaje se le hace familiar, y teme conocer la respuesta de antemano.

            - ¡Es Vladimir Ilitch Ulianov, el camarada Lenin!

- Pero… esto no…

            - ¡Este es un museo del pueblo! Ese Borbón asqueroso y traidor a su gente no merecía ocupar un lugar de privilegio en esta casa.

Petra puede ver caras. La del director, la del concejal, la del alcalde, todos señalándole con el índice estirado. Puede sentir entre sus dedos la carta de despido, la cartilla del paro… eso si no le meten en la cárcel por colaborar en la destrucción de una parte del patrimonio de la humanidad. Está empezando a valorar positivamente el suicidio, cuando salta en su cerebro una especie de resorte. Es una sensación física, oye un clic y su visión adquiere por un momento un tono carmesí. Al disiparse el color, pasa a contemplarlo todo desde otro punto de vista. Después de todo, su trabajo le deprime, se encuentra sola, el guiri no está nada mal. Él, mientras, sigue hablando, Petra no sabe si se ha perdido algo.

- ….de todas formas, no creo que nadie se de cuenta, a la gente ya no le importa nada el arte ni…

            El gesto de Petra le interrumpe.

            - ¿No dispondrá usted de algunos minutos libres?  Ahora mismo, quiero decir. Me gustaría invitarle a un café.

            Al italiano se le iluminan los ojos.

            - Por supuesto. Pero io seré quien invite. Un hombre de verdad no puede permitir que una mujer pague la cuenta.

            Le ofrece su brazo mientras exhibe la más blanca de las sonrisas, y comienzan a bajar las escaleras, mientras él no deja de hablarle de il mio palazzo sulle rive del Tevere, las fonti di Roma y, sobre todo, de amore.