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Viernes 24 de noviembre de 2023
FERNANDO LLORENTE DE LA PEÑA
(Santander, 1945)
Licenciado en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, ha ejercido como profesor de Filosofía en centros de enseñanza secundaria durante toda su carrera profesional. Ha publicado los libros de poesía La hora sagrada del reposo (1995) y Sobre el reverso del viento (1996). Es autor del capítulo dedicado a Sartre del libro Historia de la Filosofía editado por la Universidad de Cantabria. Es también crítico teatral y articulista.
Una alucionación a tres
La veo caminar por las calles de la parte alta de la ciudad. Una ciudad a la que apenas había vuelto desde que la abandonó siendo casi una niña. Las pocas veces que lo hizo ni siquiera fue contra su voluntad, la trajeron sin ser consultada, so pretexto de hablar de ella, incluso bien, a través de personajes y otros motivos interpuestos, cuando ya no tenía receptivos ni el oído ni el ánimo, tantas veces ofendidos. Por el contrario, durante los 15 años anteriores a su marcha definitiva fue su voluntad no regresar, no ya a la ciudad donde había nacido, tampoco a lugar alguno de España. No porque en Francia la dicha se aliara con ella, o la insultaran menos a su paso, le bastaba con no entender del todo los insultos. Aunque transfigurada su apariencia, yo la reconozco: engañosa marcha definitiva, pues, aquella de 1932.
La veo caminar sin provocar las risas despectivas ni las burlas crueles de nadie, porque en realidad no hay nadie para mirarla. Se mueve como la sombra de quien, sin conocerla, Federico García Lorca se declaró amigo compasivo. Una sombra proyectada por un sol que, aunque su luz nunca se enredó entre los meandros de sus venas, ni sus rayos hicieron nunca, bajo ningún cielo, justicia a su persona, sin embargo hoy se muestra incapaz de deslucir su falda caóticamente remendada, inepto para resecar las manchas de pintura de su camisa, torpe para ridiculizar sus medias caídas, o sus desparejados zapatos, o sus gafas con los cristales rotos y sujetos con alambres a sus orejas. Porque la veo como a su propia sombra deformada: alta -podría decirse altiva-, erguida, con paso seguro, la mirada, desafiante, alzada a un Dios que ya no puede hacerle sombra, a ese mismo Dios al que en sus días postreros, previos a la eternidad, había dirigido una mirada baja, humillada, suplicante, como si se hubiera arrepentido de haber creado un mundo con más sufrimiento que alegría, con menos colorido que opacidad. Como Él.
No me preguntéis cómo ni por qué, pero la veo caminar ahora, en dirección a su salida, por la larga calle que, de punta a punta, atraviesa la ciudad por la parte alta. Camina en paralelo y, a la vez, de espaldas al mar. Ella no me ve y yo, solo, la veo: sombra que sigue el rastro de otra sombra. A medida que avanza, percibo que su paso, no pierde vigor, pero sí se va conteniendo, y observo cómo la expresión de su rostro se concentra, como si atenta a unos olores en el aire que se remueven en su memoria y conmueven sus entrañas. Aparenta tranquilidad mientras dirige sus ojos inquietos de una acera a otra, y los levanta hacia las ventanas de los edificios de este barrio, como si pidieran ser invitados a mirar dentro. En su caminar, cada vez más lento, sus sentidos en tensión y una sensibilidad que no se ve perturbada por pensamiento alguno son, a la vez, motor y lastre. En este momento más bien flota, como si estuviera a punto de posarse sobre un mundo del que nunca hubiera elevado el vuelo. Una vez que toma cuerpo delante de ella otra sombra de atezada piel, vestido negro y un apretado moño resumiendo su cabello, sus pies se fijan al suelo.
- Hola, María.
Ella no se sorprende de no verse sorprendida ante aquel encuentro, más bien aparición. Quizá porque algo le resulta familiar en medio de tanta extrañeza. Como si su paseo estuviera llamado a ser interrumpido, y lo supiera. Ella cree adivinar quién le ha salido al encuentro, y que así la llama por su nombre. Entre tanta discordancia y anacronismo algo le dice quién es esta mujer de abundante y estirado pelo negro, de bata larga y negra, de ojos negros y grandes, esta mujer de piel oscura, que no aparenta la edad que debe de tener. Pero, por si su pálpito la confunde, opta por la prudencia, y pregunta:
- ¿Quién es usted? ¿De qué y desde cuándo me conoce? ¿O debería decir de qué y desde cuándo nos conocemos?
- Le respondo primero a las segundas preguntas. Yo a usted la conozco desde que me dio a conocer, aunque quizá usted me dio a conocer sin llegar a conocerme. Fue allá, por 1906 o 1907, no lo recuerdo bien. Por mi parte desde el primer momento supe, quizá sólo las supuse, algunas vicisitudes de su vida, tanto de antes como de después. Estoy segura, lo veo en sus ojos, de que, aunque no me conozca por causa de tantos cambios en nuestras apariencias, sí me reconoce. Yo soy La Gitana.
No, no engaña a María el latido de su corazón. Es La Gitana, aunque ya no es su gitana. Ella la conoce como la concibió, como un paradigma del que tantos otros habían ofrecido sus plurales visiones. Pero, sí, la reconoce, a pesar de su apariencia, o quizá precisamente por ella. Domiciliada en este barrio de gitanos, es una gitana más, sin dejar por ello de seguir siendo La Gitana. Debe de tener un nombre, que María quiere saber:
- También entre los gitanos es costumbre poner el nombre de los progenitores, o el de los abuelos, o el de algún antepasado relevante. A mí no me has dejado otra opción que ponerme yo misma el nombre con el que sobrevivir, y no sé de otro antepasado que tú. Así que me he puesto Eustaquia, uno de los tres nombres con los que te bautizaron-. Eustaquia inicia un tuteo que se mantiene a lo largo del encuentro.
- ¿Y tienes apellido? -. María quiso completar la filiación.
- Sí, he adoptado uno de aquellos apellidos que pertenecían a la aristocracia en tiempos, tan lejanos, en los que nos protegía, sobre todo en Andalucía, aunque no voy a decirte a cambio de qué. Me he decidido por el de Ortega, aunque sólo por no ser distinta a los demás gitanos, a sabiendas de que lo soy. Tal como me has puesto en el mundo, no me precede nadie, y nunca se habrá de unir mi apellido a otro. Me has nacido condenada a vivir privada de lo que a los gitanos nos da una seguridad única, absoluta, me has dejado sin familia. Alguien ha escrito que “desde hace siglos la familia gitana conserva en su estructura lo que más ama”. Y eso es verdad. Como es verdad que me has dotado de una elocuencia, no habitual en una gitana, pero sí acorde con mi personalidad y mi figura, aunque me sirve de poco en lo que me ha convertido la vida, a no ser que me encuentre con alguien como tú, lo que ocurre muy pocas veces. He sido, soy y seré una gitana poco creíble, me presente como me presente.
- ¿Por qué sabes, desde siempre, que así habría de ser tu vida?
- Tú también lo sabes, María, porque tú me has concebido en ti y me has puesto ahí para que así sea. Me has erigido en modelo sentada en un trono. Un trono que no se ve, pero que se adivina debajo de mis posaderas, no ceñidas por un vestido de volantes en movimiento, sino ocultas detrás de una falda de ancho y rígido vuelo, impasible a la arruga, protegida por un impoluto delantal sobre el que exhibo mis manos limpias. Y esa pañoleta anudada sobre un corpiño que, este sí, ciñe mi pecho, o al menos siento que me aprieta –todo al revés para ser una gitana alegre, feliz, María. ¿Crees que, viéndome sentada así, y así atildada, alguien se animaría a sacarme a bailar? ¿Quién puede imaginarme levantando mis brazos, casi vendados, para dar palmas? Me sentaste en un trono, sí, se me podría tomar por la Isabelona del reino gitano, pero sin la posibilidad de ser tan pendón, y disculpa la expresión, que a veces me olvido de quién debo ser, de quién quieres que sea.
- Eran otros tiempos, Eustaquia.
- También eran otros tiempos para tus amigos y conocidos, María. Fueron muchos los que se trasladaron a Andalucía, a Granada, a Sacromonte, a Albaicín, y trataron con gitanos normales. Allí estuvieron, que yo sepa, Hermenegildo, Joaquín, Ignacio, José María, Isidoro, y tantos otros. Con algunos has tenido relación de amistad. Incluso creo recordar a un tal Henri, que fue a Granada para conocer a mi gente, dicen que atraído por mí. Menuda sorpresa se llevarían, él y aquellos para los que yo pude ser un reclamo. Sorpresa agradable, claro, por el contraste con el que se encontraron. Ellos han concebido y han dado vida a gitanos vivos, que bailan, que juegan con perros, que van de caza, que pasean por los senderos, que toman el sol. A mí ninguno de ellos me encontró allí, ¿estuviste tú allí alguna vez, María?
- Sí, estuve una vez en Granada, y visité la Alhambra, y, no, yo tampoco te encontré allí. Es verdad que de todas mis criaturas es de ti de la que menos me han hablado, y no es que de las demás me hablen mucho. Pero no deja de ser raro que precisamente tú, Eustaquia, La Gitana, devenida una gitana, interrumpas mi marcha extemporánea y te empeñes en aclararme algunos pormenores sobre ti misma, sobre cómo te he hecho, sobre lo que te he hecho.
- Lo que tú has hecho conmigo lo ha rehecho el tiempo, más bien lo ha deshecho. Y, aunque, como es natural, ya no te importa, con seguridad queda mucho por decir, no tanto de ti, de tu persona, que también, pero sí del mundo que has creado, que te has creado, de la relación entre ese mundo y tu alma.
María empieza a mostrarse interesada y se propone aprovechar esta oportunidad, por si no se presenta otra. Haciendo valer una arrogancia, que siempre ha sido ajena a ella, y receptiva a la necesidad que su interlocutora tiene de hablar, no duda en tirarle de la lengua por ver hasta dónde es capaz de llegar. En la fluidez de la conversación, María, quien no acostumbra abrir su alma a nadie, deja caer una declaración de intenciones que a Eustaquia le suena a provocación
- Lo que yo he buscado contigo, desde el principio, y no he dejado de buscar hasta el final, es la belleza.
- No lo dudo, María, que no otro es el objeto y el objetivo del arte, cuando no lo desvía el ansia de ganancia. A ti nunca te ha movido el afán de fama ni de riqueza, eso es sabido. No hay más que verte cómo vas, aunque ahora tu extraña prestancia, cuya razón de ser se me escapa, pone brillo en las manchas de pintura de tu camisa, hace de tu falda remendada un tapiz, y tus descompuestas gafas podrían ser de diseño. Pero, me atrevo a decirte que no has buscado la belleza, sino tu belleza, y esa no la has encontrado. Ese ha sido tu fracaso, al menos eso explica el sentimiento de fracaso que se ha instalado en tu vida.
- ¿Cómo puedes saberlo tú para afirmarlo tan rotundamente?-. María, molesta, pregunta ya sin poder dar marcha atrás en la deriva por la que ella misma conduce aquel inesperado, quizá disparatado encuentro, aunque no está tan segura de que no sea deseado.
- Es muy sencillo, María. Fíjate en mí, en la que tienes delante ahora. Yo soy una de las pruebas, de las primeras, de tu fracaso en la búsqueda de la belleza. No me has concebido como a una gitana cualquiera, sino como a La Gitana, es decir, tu gitana. Por decírtelo más claro, la gitana que tú has querido ser, no tanto por gitana, que quizá también, como por modelo. Tengo para mí que, si un día te encuentras con La Bretona te va a decir algo muy parecido a lo que yo te digo. Pero no sé si he respondido adecuadamente a tu pregunta: cuanto sé de ti, María, lo he aprendido de tus pinceles.
- ¿Y qué más crees tú que te han enseñado mis pinceles?-. Ya en María convive la incomodidad con la curiosidad.
- Que ellos, tus pinceles, pronto se han visto impotentes, aunque lo han seguido intentando, si bien un tanto a contracorriente, pues poco han podido hacer para descargarte del atormentador sentimiento de tu supuesta falta de talento que, por el contrario, siempre fue reconocido por tus amigos- Eustaquia sospecha que acaba de meter el dedo en la llaga.
- Pero eso tiene poco que ver con la belleza y su búsqueda, que es de lo que estamos hablando- protesta María.
- Sí tiene que ver, y no poco. Siempre has considerado tu talento a la sombra de tu falta de belleza, y en alguna ocasión te has confesado decidida, de ser posible, a “cambiar toda tu obra por un poco de belleza”. No sé si te das cuenta, pero lo que ofrecías era la verdad, que habita en tu obra, a cambio de un poco de belleza, y gustosa hubieras cambiado por un poco de belleza la bondad que habita en tu corazón. Por eso me reafirmo en que no has encontrado la belleza, porque la has buscado para ti, y si en tus creaciones ha tenido un lugar, no la has apreciado, no la has querido apreciar, simplemente porque no te la han transferido, y no sé si has prestado oídos a quienes sí la han apreciado y la siguen apreciando. Así te has privado del placer estético inherente a la sensación de belleza, y ahora disculpa la cursilada, bueno, que sirva para compensar la vulgaridad de antes. Tus pinceles te han procurado dos modelos sugeridos del espejo mágico de Cenicienta, a los que les han opuesto los dos rostros más armónicos que han parido, para que así no tuvieras que pasar por el mal trago de preguntarles quién es la más hermosa. Pero ni por esas.
- Pero no me negarás que la busqué- María se resiste a admitir el fracaso que Eustaquia trata de fundamentarle.
- No, no lo niego. Yo soy una prueba de ello, ya te lo he dicho. Y la has buscado con mucho esfuerzo. Alguna vez, La Bretona y yo te hemos oído decir, convencida de tu falta de talento, que “todo lo que haces lo haces sólo con mucho trabajo”. La confusión en ti entre tu talento y tu falta de belleza ha negado muchas oportunidades a la sensación de placer que te revistiera de esta hermosa compostura con andrajos que hoy luces. Pero es demasiado tarde para ti: tú ya no puedes verte así, son los demás quienes así te ven, si es que hay alguien que te mire.
Eustaquia duda de si ha sabido expresar lo que piensa y siente de alguien a quien le debe la vida, por más que no una vida feliz tampoco. Pero María le echa una mano para seguir intentándolo hasta apurar el encuentro.
- ¿No significa lo que dices que, de alguna manera, sí he encontrado la belleza que con tanto esfuerzo he buscado?
- Sí, claro que la has encontrado, pero no para ti, sino para los demás. Tú, que has despreciado riqueza y fama, nunca te has desprendido de tu ego doliente, de modo que no sé muy bien si tu búsqueda de la belleza ha querido ser una sublimación de tus carencias -tu afición en un momento dado por la maternidad, o La Bretona, o yo misma servimos de ejemplo-, o has salido a su encuentro para vengarte de ella, de la belleza digo: tu afición a la enfermedad, y a los rostros tristes de los niños, solos o en familia, siempre me han dado que pensar. Y no perdamos de vista a esa niña en el día de su Primera Comunión, en la que la fealdad de los detalles que la rodean alcanza un cierto grado de refinada agresividad en el día más feliz de su vida, como suele decirse. Fealdad exquisita que destila tu alma tristemente soñadora. Como ves, he seguido los derroteros de tus pinceles, que te han llevado a olvidarte de mí para dejarte influir por otros y sus combinaciones de colores abusivos y formas rotas, aunque tus pinceles ni se han prodigado en el color ni han roto tanto los modelos, se han limitado a deformarlos… Por cierto, ¿por qué cuando se habla de ti salen a relucir inevitablemente los nombres de tus amigos y conocidos, mientras que cuando de ellos se trata, el tuyo apenas aparece?...Disculpa, me parece que me he desviado…
- Ya veo…ya veo… Lo que no veo es a dónde quieres llegar-. María se impacienta, no porque se cansa, que está fuera del espacio; tampoco porque tiene prisa, que está fuera del tiempo. Lo mismo que Eustaquia.
- Exactamente al punto de partida. Has encontrado la belleza para los demás, quizá sin tú pretenderlo, incluso puede ser que a tu pesar, ya que no la has encontrado para ti. La belleza es un lugar de jubileo para peregrinos alucinados. Para ti no ha habido júbilo, María, porque vives angustiada más que alucinada. Pero quienes hoy te miran te ven caminar elegante con tus remiendos y tus manchas de pintura. Y eso es así, en buena medida, porque a mí me ven como a La Gitana ampulosa, solemne, no como a la Eustaquia que tiene su reino cada día en el mercadillo de un pueblo distinto. Claro, que son muy pocos los que nos miran, y sólo de vez en cuando.
- Puede ser, pero, ¿de qué nos sirve ya a ti y a mí que nos miren o no?- se lamenta María, fiel a sí misma.
- A ti, de nada. Pero es que yo sigo aquí, y aunque me esconden, tú me has encontrado en la calle, desprendida de mis galas, y pueden encontrarme otros- matiza Eustaquia.
Llegadas a esta conclusión, no tienen más que decirse. Antes de la despedida, Eustaquia pone en aviso a María de que suele rondarla, sin dejarse ver, un tal Fernando Llorente, que ha podido presenciar su encuentro, y escuchado su conversación.
- ¿Por qué me previenes?-, se intriga María.
- Porque ese es capaz de ir a contarlo allí donde le pidan que lo cuente.
- ¿Sabe algo de mí y de mi oficio ese vecino tuyo?
- Yo creo que nada.
- ¿Y eso a quién le importa?- ironiza María, algo impropio de ella.
- También tienes razón – apostilla Eustaquia
- ¿Y de gitanos, sabe algo?
- Yo creo que menos aún. Y eso me importa a mí, porque a ver cómo, si le dan una oportunidad, cuenta a otros lo que yo he dicho. Ya sabes cómo son algunos en sociedad. Imagínate que, queriendo o sin querer, me enfrenta contigo. Esos son los peores, María- parece enfadada Eustaquia.
- No, si se dejan discutir y, llegado el caso, corregir- la tranquiliza María
Y, en efecto, aquí he venido, viandante alucinado, para contar a mi manera lo que he visto y oído, lo que he soñado o lo que me han soñado. Vengo como Federico García Lorca se acercó a María sin haberla tratado: “no como crítico ni conocedor de su obra, sino como amigo de una sombra”. Una sombra a la que en este momento veo pasar, ya casi fuera de la ciudad, bajo un rótulo de latón de color azul, en el que con letras blancas, deformadas y temblorosas por las abolladuras a pedradas, está escrito: Calle Pintora María Blanchard.