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Viernes 24 de noviembre de 2023
ELOY VELÁZQUEZ
(Asturias, 1949)
Doctor en Historia del Arte por la Universidad de Oviedo. Estudió grabado en la Scuola Internazionale di Specializzacione Grafica “Il Bisonte” de Florencia y en la Escuela Internacional de Recerca Gráfica de Barcelona. Su obra está presente, entre otras colecciones y museos, en el Museo de Bellas Artes de Santander, la Fundación Marcelino Botín de Santander, Fundación La Caixa de Barcelona, Museo de Bellas Artes de La Rioja, Ministerio de Cultura, Biblioteca Nacional de Madrid, Calcografía Nacional de Madrid, Consejería de Cultura de Cantabria, Colección Universidad de Cantabria.
Muchacho leyendo
Cuando me propusieron participar en este experimento artístico-literario tuve una sensación muy similar a la que me invade cuando me invitan a realizar un dibujo en el libro de un restaurante. Con el lápiz en la mano, rodeado de los restos del banquete y la mirada curiosa de mis compañeros de mesa, me resulta difícil responder a tan desinteresada demanda sin sentir cierto desasosiego. Confieso que, premeditadamente y con alevosía, suelo dibujar para estas ocasiones una especie de imagen devocional, con áurea incluida, que responde a la verdadera imagen de Santa María Regalada, patrona de los artistas desamparados que no podemos decir que no a casi nada. Con cierta envidia y admiración me acuerdo entonces de la respuesta que dio el genial Giotto al papa Bonifacio VIII, solventando un trance semejante con el trazo fulminante de una circunferencia perfecta sobre el lienzo en blanco.
Pero aquí no se trata de dibujos, aunque el desasosiego y la responsabilidad son aun mayores, pues en cierta forma se pretende que, habilitados de escritores y despojados de todo pudor y cautela, no nos entreguemos a la contemplación crítica de la obra de arte, sino a la meramente receptiva; la que nos permite entrar en su interior para que, absorbidos por ella, dejemos que afloren nuestras emociones, sentimientos, vivencias…o, para ceñirnos más al guión, las alucinaciones que -implícita o explícitamente- provoca o evoca desde su forma o desde su contenido. En definitiva, entiendo que se trata de permitir que ese personalísimo y enriquecedor acto íntimo de disfrutar de una obra de arte se produzca en voz alta, y libre de autocensuras, para que trascienda a los demás aquello que la obra de arte hace emerger en el contemplador de turno. La propuesta, hay que reconocerlo, es brillante; debemos desnudarnos para que se pueda ver al contemplador que se oculta en el artista.
La obra que yo he elegido, Muchacho leyendo de María Blanchard, me produce sensaciones cercanas a la infelicidad y la nostalgia, sentimientos que Borges consideraba materia del arte y de los que nuestra artista se nutrió más de lo que hubiera deseado. Prisionera de un cuerpo deforme, su obra rezuma siempre una exquisita sensibilidad y ternura, tal vez la ternura que tanto echó en falta a lo largo de su vida solitaria. Este chico, ensimismado ante un libro, poco o nada tiene que ver con aquellos desalmados alumnos salmantinos que se burlaban de ella con una crueldad sin límites. Nuestra desdichada pintora, sin embargo, reflejaba desde su soledad aquello que tanto echaba en falta en su vida real. Federico García Lorca lo expresaba así en su elegía a María Blanchard.
“Aguantaba a los demás y permanecía sola, sin comunicación humana, tan sola, que tuvo que buscar su patria invisible, donde corrieran sus heridas mezcladas con todo el mundo estilizado del dolor”
Los desprecios por su aspecto físico, se extendieron en ocasiones a su obra. Y aunque el suyo no fue precisamente un cubismo avant la lettre, tuvo que soportar la incomprensión de los críticos más reaccionarios. Qué obsoletas quedan a estas alturas aquellas descalificaciones recibidas en Madrid por una crítica anclada en un rancio academicismo, cuya agónica existencia se prolongaría hasta bien avanzado el siglo XX. Pero el tiempo, que en materia de arte suele ser justiciero, pone a todos en su sitio y hoy podemos apreciar la obra de María Blanchard con la misma convicción que rechazamos aquellas críticas.
Pero no nos engañemos; en nuestros días sigue siendo válida la vieja definición que sostenía que el arte era aquello que el grupo consideraba como tal. Ese grupúsculo de expertos que, investidos de una credibilidad incuestionable se erigen, en cualquier tiempo y lugar, en guardianes de una ortodoxia que ellos mismos han conseguido institucionalizar. Hoy, la pluralidad y complejidad del arte contemporáneo hacen imposible un discurso normativo en el marco académico, propiciando que los rígidos académicos de antaño hayan sido sustituidos actualmente por un grupo de personajes más heterogéneo. Aquellos viejos dictadores luchaban por imponer la ortodoxia frente a las innovaciones que amenazaban un arte oficial respaldado por todas las instituciones. En la actualidad, los responsables de esas mismas instituciones, tal vez poseídos por un singular complejo de culpabilidad histórico, dan cobertura y respaldo a buena parte de los excesos que caen en sus manos, sintiéndose más progresistas en la medida que los proyectos que avalan les resultan más incomprensibles. Eso sí; siempre diseñados por un curator, comisario o personaje cuyo prestigio nadie se atreverá a cuestionar. Dicho en palabras de Yves Michaud: … Ellos ponen, quitan y en definitiva forman nuestra visión del arte a través de compras oficiales, exposiciones, concursos, becas…etc.
Ante estos nuevos y poderosos validos que gobiernan en el complejo mundo del arte, todos se rinden. Los políticos, timoratos o desinformados, suelen delegar en ellos, liberándose de una embarazosa tarea. Y los artistas, lejos de disputarles protagonismo, se suelen conformar con ocupar un buen número en sus rankings. Y como en el viejo cuento: todos, desde una posición política y culturalmente correcta, alaban maravillados el traje del emperador, mientras contemplan con prudente discreción su estólida desnudez.
Pero volvamos al Muchacho leyendo de María Blanchard. A través de unos recursos implícitos la obra va mucho más allá de lo aparentemente explicitado. Desde un punto de vista meramente objetivo se trata de la representación de un escolar ante un libro, sin embargo, tanto la forma como el contenido nos transmiten una serie de sutiles y evocadoras sugerencias que sin ser formuladas se instalan de manera subliminal en el espectador.
Tras un análisis iconográfico más profundo, podemos afirmar que la pintora, con una feliz conjugación de recursos implícitos y explícitos, ha conseguido -quizá sin proponérselo- una representación antológica de la adolescencia: la que encarna el prototipo del estudiante enfrentado a un libro que no quiere o no puede leer porque otros intereses más poderosos, irrumpiendo de sopetón en el fluir lento y acompasado de su vida, emplazan en su cuerpo -apenas presentido- incipientes pasiones que le desbordan.
María Blanchard nos ha dejado otras representaciones similares de niños y jóvenes disfrutando de una lectura placentera. Sin embargo, el joven que aquí nos muestra es el que mejor consigue evocar nuestra adolescencia. Todos podemos identificarnos fácilmente con ese gesto que hemos compartido en tantas ocasiones durante aquellos dorados años de feliz y doloroso crecimiento. Cuántas veces nos hemos buscado a nosotros mismos, dejando que el refugio y la caricia de nuestra propia mano imploraran, en un grito silencioso, la caricia de manos ajenas. Cuántas veces, como este muchachito apesadumbrado, nos hemos refugiado en nuestras ensoñaciones, sacando brillo con las coderas al viejo y erosionado pupitre de madera, con olor permanente a lejía y alcanfor, buscando en sus vetas nubes, caballitos o formas evocadoras de una evasión necesaria. Cuántas veces, así sentados, mirando al vacío, dejábamos volar sin límites nuestra fantasía para escapar del asfixiante paisaje espiritual en el que se cercaban nuestras ansias.
Al identificarnos con este joven que no está leyendo, rememoramos el libro como parapeto seguro que nos permitía dar rienda suelta a nuestras ensoñaciones sin correr ningún riesgo. Era la trinchera idónea donde agazaparnos para ejercitar con absoluta impunidad la tentadora aventura de pensar en libertad y silencio, cuando pensar solo estaba permitido para asentir y el silencio podía resultar sospechoso en cualquier momento. El texto, convertido así en pretexto, nos servía entonces para que la mirada indolente ganduleara por la senda infecunda de los renglones. El contenido era lo de menos; podía tratarse de la vieja lista de los reyes godos, obligada en aquella España tan singular (hoy tan plural y descreída, ¡quién podría predecirlo!). Aunque también podía tratarse de una de aquellas viejas lecturas piadosas en las que un joven pecador (Juanito Azpiazu solía llamarse), al salir de la mancebía, moría fulminado por la caída imprevisible de una teja, convertida por la ley de la gravedad, en improvisado instrumento del castigo divino.
Corrían los años sesenta, tiempos de sotanas y casullas. De secretos compartidos bajo la densa neblina de los primeros cigarrillos infumables. Tiempos de imparable y vertiginoso progreso en los que pasamos de la bicicleta a la velo-solex, de los peninsulares a los celtas, del arenque a la paparda fresca, del pirulí al chupa-chups y del gregoriano a los Beatles. Tiempos difíciles de una adolescencia que alcazaba su cenit con la ansiada puesta de largo (nuestras madres angustiadas, ante el crecimiento de un vello pertinaz que ensombrecía nuestras piernas, se rendían a la evidencia y arrinconaban irreversiblemente nuestros pantalones cortos). Y así, tras decir adiós a los odiosos tirantes y enfundarnos definitivamente en los primeros vaqueros (aquellos sí que eran de la marca Nisu), nuestra adolescencia, renegando de presagios sombríos, se colmaba de deseos inconfesables. Sin embargo, la estrecha vigilancia del implacable ojo divino, lograba que nuestros pecados no superaran nunca el grado de tentativa. Retenidos en la frontera de un territorio donde la libertad se presentía tan cercana como maravillosa y hambrientos de amores prohibidos, replicábamos al ojo celestial reconstruyendo en soledad los maravillosos instantes de amor deliberadamente soñados. Delirábamos una y otra vez con ella; la dueña de nuestros pecados, la que cimbreando las faldas al andar, dejaba asomar la promesa, misteriosa y oscura, de un cielo sensible al final del sendero inalcanzable de sus piernas. Aquella con la que tantas veces pecábamos presintiendo su cuerpo desnudo, en un fervoroso acto de fe religiosa (creer lo que no vimos) que nos transportaba por fin a un paraíso absolutamente terrenal y mágico.
Y aunque existen tantos paraísos como seres humanos capaces de soñarlos y tantas adolescencias como adolescentes, todos hemos sido alguna vez este muchacho leyendo de María Blanchard. También los jóvenes de hoy, a pesar de los cambios que separan su adolescencia de la nuestra, siguen soñando adrede historias de amor detrás de un libro o bajo el mismo cielo saturado de estrellas. Ese maravilloso firmamento que cobija el minúsculo paraíso terrenal que nos hemos forjado, donde la libertad y la tolerancia, largamente añoradas, permiten que convivamos en razonable armonía con nuestras miserias y grandezas. Donde, sin duda, nuestra admirable María Blanchard hubiera brillado con toda su beldad.