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Viernes 24 de noviembre de 2023
CALIXTO ALONSO DEL POZO
(Santander, 1962).
Licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo, ejerce en la capital de Cantabria como abogado con despacho propio. Gran aficionado a la cultura musical y literaria cubana, es autor de numerosos artículos sobre dichos temas.
Alucinaciones con fondo de Guitarra. Rafael Romero "El Gallina"
¿Quién es el personaje que se sentó delante del objetivo de José Lamarca y se apoya la barbilla en el dorso de la mano derecha?
¿Pretendió el fotógrafo argentino eludir la inherente distinción moral e incluso cognitiva entre imagen y realidad?. En mi caso, la elección de esa fotografía vino dada por la fuerza con la que me transportó a lo inesperado. Quizá era lo que yo quería ver.
Si la creación se debe a una abstracción final, a una trascendencia, la imagen de Rafael Romero me hizo adentrarme en el azar de los sueños que le confunden con las penumbras, para, al final, transformarse en un son de Miguel Matamoros, el inmortal santiaguero que, entre olvidos y lágrimas negras, compuso una canción para una gaditana.
El Gallina me toma de la mano para que salte con él a cantar con Alfredo Boloña “ ... Quiéreme camagüeyana, que me muero, quiéreme camagüeyana, que si no me quieres, me tiro al suelo”.
Construye un camino con su mirada que lleva a mundos paralelos, a múltiples dimensiones que conforman correspondencias. Unas alegrías del Gallina hacen ondear el espejo de la mañana y llaman a los alisios para que lleguen temprano.
Descubro a Rafael sentado en el Two Brothers, frente al Muelle de Regla, en medio del Puerto de La Habana. Le veo caminar por el muro marino que se curva alrededor de sus edificios y me recuerda la boca que, en Cádiz, abre su sonrisa casi humana al océano.
Está esperando a un guitarrista. Mientras, vigila el faro del Morro que cuida la entrada a la bahía de La Habana y al paredón del Malecón, al que le ha mandado que se encorve alrededor de la ciudad, cuidándola para que no se caiga a la corriente del golfo.
Cuando el maestro de la guitarra marque el compás, Rafael, cante tras cante, escarbará una memoria en una suerte de acto constante de borrarse y volverse a crear.
Su cornucopia musical se guarda bajo el disfraz de una forma exterior para luego interpretarse por cantantes doblados por el inconsciente: otra voz canta en el lugar de la voz original.
Lamarca ha logrado que converja la imagen de la foto con el trazo de la memoria y que rebote en la conciencia producto de un rapto, pleno de deseos musicales.
La imagen de Rafael Romero me raptó y la rapté. Resultado: transporte en ambas direcciones: de la imagen a mi imaginario, a mi mitología personal; de mi mirada y todo lo que hay detrás y delante de ella, al cuerpo de esa imagen. En ese desplazamiento recíproco, comparable a algo como un intercambio místico se produjo una iluminación, una metamorfosis que reorganizó en secreto los factores en juego.
Azar en combinación infinita de flamencos de Cádiz y soneros de Santiago de Cuba y de La Habana, figuras que se engarzan en cadena intertextual en el orden simbólico y que iluminan el acervo.
A Rafael Romero se suman otras muchas imágenes procedentes de asociaciones e ilusiones diversas, musicales, sobre todo, aunque también históricas y personales.
En ese nuevo avatar, la imagen externa se viste de habanera y dice, resuena, salta desde su marco a la vista y al oído; niega su anterior procedencia más allá de mi retina: atributos que, a su vez, había bebido en otras esencias también híbridas.
El retrato se desplaza a través del tiempo y del espacio a partir de la mirada, de la barba sin afeitar, de la gloriosa manga del abrigo y tiende hacia lo aleatorio, lo abierto: “ ... cuando la calle sola está, casera de mi corazón, el manisero entona su pregón, y si la niña escucha este cantar, llamará de su balcón ...”.
La historia de los cantes de ida y vuelta está grabada en las líneas de ese rostro, en el aire majestuoso de su mirada, en la liberalidad de su posición.
El autor hace posible el encuentro con la mirada del otro. Lo visible es un paso para la convocatoria de lo invisible. La foto ha atrapado a su observador y atrae a su interior la mirada para la que se despliega.
El fotógrafo es un eslabón de la cadena en la que otros artistas han entregado y recibido. Un testigo que trasladan y dimensionan. Así el arte del Gallina sigue vivo y continúa conformando perfiles claros en el flamenco y en el son.
La imagen se reelabora por la memoria y evoca la música deseada. Conforma un atado fotográfico – musical, que surte un raro efecto en este observador: una conexión súbita al registro simbólico y mítico de lo humano por medio de la música, donde se instala el sujeto fotografiado.
La foto del Gallina alterna en un compuesto imaginario y simbólico que imprime obsesivamente un tono y una tonalidad, una postura y un gesto, un ritmo y un talante.
El hombre de la foto puede pasear sin empacho ni sorpresa por el callejón de Hamel, ese monumento viviente a las creencias y pasiones que se levanta en Cayo Hueso, quizá el barrio más sonero de La Habana. Puede cantar a coro con Miguelito Valdés y con Chano Pozo y ser uno más de los grafittis y pinturas que presentan escenas mitológicas y códigos recónditos, como los que encierran el flamenco y el son.
La evocación que surge de la foto inicia en un estado deliberadamente consciente del rapto para ir a un estado de arrobamiento por el efecto de la misma naturaleza que antes lo había propiciado. De modo que el observador se declara una vez más despojado de algo y no obstante, ahora, en condiciones de devolver una recreación a su autor.
La del Gallina es una imagen matriz procedente de fotografías o del recuerdo de fotografías de un tiempo ya perdido, incluso soñado, solamente abordable en alguna medida a través de una alquimia o de un traslado órfico. Son o flamenco, guajira o tango, música en salazón.
Creo recordar al Gallina cantando a dúo con Abelardo Barroso “... que si es de España la uva, de mi Cubita es la caña, óyelo, allí se coge la uva, aquí se siembra la caña, y si el flamenco es de España, mi rico son es de Cuba, óyelo ...
Eso me dice mi inconsciente, o quizá mi corazón, cuando clavo la vista en la foto: el cantaor me transporta a otros estados de existencia de pensamiento; le asocio con fechas, con hechos y recuerdos remotos o recientes, con proyectos de letras de canciones, con fragmentos de frases o versos, en suma, con vislumbres imprevistos.
Pasará el tiempo, quizá pasará mucho tiempo. Volveré a mirar y a admirar nuevas y viejas fotos de Lamarca, y me detendré en la de Rafael Romero. Su intensa vibración removió mi alma mulata. De nuevo espero ver en ella las imágenes musicales del díptico habanero y gaditano, de un universo que yo evoco a través de Antonio Mairena, Benny Moré, Manolo el Malagueño y Machito.
No me resulta fácil explicar las asociaciones conjugadas que suscita esa fotografía y las imágenes en mi acervo de símbolos. La unidad temática, rítimica y tonal, enmarcada y redondeada con la que sueño, sé, por demás, que carece de interés para terceros. Hay algo en Rafael Romero que reclama mi atención y mi cuidado, que me llama a gritos.
Ya lejos de la imagen viva colgada en este Museo, regresé a mis ensoñaciones y establecí afinidades, sistemas, constelaciones. El llamado de mi obsesión cubana, siempre fecundada por lecturas, música y amigos, propició nuevamente el rapto de mi imaginación por la fotografía.
Hablo de la fotografía y rememoro momentos muy especiales de mi vida. Descubro que, como en una tela tejida por finísimos hilos, ciertos encuentros del pasado siguen un aquí y un ahora. Espacio y tiempo se entrelazan y se despliegan para que yo empiece a contar.
La fotografía de José Lamarca ha surcado el camino de mi memoria. De nuevo he escapado en la neblina, en búsqueda de la encrucijada, del sonido de la marímbula, quizá para estremecer la filosofía de una vida en sociedad regida por la presión constante. No he hallado ninguna salida. Quizá la única posibilidad sea ir, paso a paso, descubriendo nuestra necesidad individual de realización.
La imagen del Gallina es un laberinto con tantas puertas como palos tiene el flamenco y variantes la música popular cubana. Esas puertas no las logro abrir ni cerrar, permanecen para ser franqueadas a mi paso. Son algo así como elementos de contemplación en su posición estática ofreciendo la oportuna introspección.
El cante que quiero oír del Gallina añade a todo lo que relato un sentido de peregrinaje. Caminante es Rafael Romero, José Lamarca y el observador que pasa a determinar la existencia de la obra. Busco una memoria que aluda a la raíz de todos. No la encuentro. Es posible que idealice el pasado, acaso sólo quiero rescatar sonidos que se niegan a desaparecer.
Es la nostalgia de un lugar perdido, de una raíz que flota en el Atlántico, de un sol que dibuja una luz especial, en Cádiz y en La Habana, transgresor del tiempo y del espacio. Transformador de la realidad que fue, o que pudo ser. La música que he mencionado añade el elemento sonoro, que es mi segunda voz interior.
Cuando se arranque, Rafael cantará a un amor antiguo perdido en los armarios, a una clave de victoria en las derrotas, a una blanca playa de su tierra incendiada bajo el sol o a una noche musical llena de puntos. No le doblará la fatiga y me llevará con su voz por cada camino rescatado de mis sueños, mientras sus ojos puedan fundirse con la línea del horizonte.
En fin, una imagen que se intenta recrear en compás de dos por cuatro, relampagueante, sugerente, rescoldo siempre cálido.