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Viernes 24 de noviembre de 2023
MARIO CRESPO LÓPEZ
(Santander, 1975).
Escritor y profesor. Licenciado en Historia por la Universidad de Cantabria, es profesor de Lengua y Literatura de Enseñanza Media. Autor de numerosas investigaciones en el campo de la historia regional, está en posesión de diversos premios que avalan su trabajo en dicho terreno y en el del periodismo. Entre sus monografías figuran: El imperio de Carlos V (2001); Fiestas y cultura popular en Cantabria (2002); Cántabros del siglo XIX (2004); Menéndez Pelayo, Cossío y Cervantes (2005); El Ateneo de Santander (2006). Es columnista del diario Alerta desde el año 2003, y escribe también poesía y obras de teatro.
La arcadia que perdimos (La Cagigona)
“Te encontré en la alameda, cuando ya la noche / se desmayaba entre los árboles”[1]. Quizá desde lo cotidiano, desde el asfalto, desde la ciudad, me hayas conducido a conciencia hacia este paraje solitario. Buscamos los frutos más frescos, la sombra más duradera, la tierra más blanda y fértil. Todos los días me miras con la misma primavera. Todos los días me acompañas a este rincón del paisaje, a este hueco para el deseo. Y yo, mientras, un poco incrédulo de tu amor, invoco como un niño, como un pobre jardinero. Y prometo que “te serviré en tus días ociosos. Tendré fresca la hierba del sendero por donde vas cada mañana, y mis flores, ansiosas de morir bajo tus pies, te los colmarán de bendiciones. Te meceré en un columpio que haré para ti entre las ramas del saptaparna, y la luna del anochecer se estremará en besar el vuelo de su falda entre las hojas. Renovaré el aceite perfumado de la lámpara de tu alcoba. Adornaré maravillosamente tu escabel con pinturas de azafrán y sándalo...”[2].
Hemos olvidado ya el nombre de las flores. Pero allá, a la izquierda de aquel roble, junto al sicomoro, voy a refrescar tu piel con los aromas de la tierra, con la menta, con la yerbabuena, con las margaritas y las acederas. De hierba luna te haré una guirnalda. Entre flores de heliotropo nos haremos invisibles, las flores del narciso adornarán tus trenzas, las dulcamaras besarán tus brazos desnudos. Apoya tu cabeza en una almohada de lirios para tener los sueños de los profetas, para regresar a aquella Arcadia que perdimos hace tiempo. Caminemos entre las ramas floridas del almendro. Un haz de arrebol acaricia tu rostro y anuncia ya el crepúsculo.
Hemos olvidado ya el nombre de las flores. Ignoramos el lenguaje secreto de las acacias. Desconocemos el sendero que atraviesa el bosque entre los árboles que tienen las flores más bellas y, luego, los frutos más dulces. Somos como sombras inmóviles, como objetos trasladados a otro tiempo. Porque tú y yo sabemos que este paisaje que existe, en realidad ya no existe; que existió hace tiempo. Entonces no le dimos importancia. Existía como existía la lluvia, como existía la vida o los dioses o los años dichosos. Olíamos los aromas del bosque, la humedad en la piel, sin saber que aquella era una edad que estaba perdiéndose, que estaba muriendo sin remedio. Pero seguíamos levantando altares para nuestra felicidad.
“Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados [...] porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. [...] Entonces se declaraban los conceptos amorosos del alma simple y sencillamente, del mismo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza”[3].
Hemos perdido ya tantas cosas, tantas esperanzas, tantos rayos de luz deslizándose entre las hojas de los árboles. Ah, pero tú no huyes. Tú esperas aquí, en este paisaje que ya no existe, esperas acaso a la tarde, sin noción de tiempo. Tú sabes que el tiempo ya no es el que era. Pero yo también estoy enamorado de esa luna que me conduce hasta la muerte. Los pastores, míralos, los pastores leen en una lápida “et in Arcadia Ego”[4], ego, tal vez la muerte, el “memento mori”, el recuerdo de que la muerte es el límite inevitable, el recuerdo de la vanidad de lo humano frente a las leyes de lo eterno. Yo también estoy enamorado de ese rayo de luna que me conduce hasta el final. Sin embargo
“me arriesgaré a recoger el reto de la muerte y a llevar tu voz en el corazón de la burla y la amenaza.
Y presentaré mi pecho contra los males lanzados sobre tus hijos, y me atreveré a ponerme a tu lado, allí donde no quede nadie más que tú”[5].
Donde no quede nadie podrá brotar aquel amor que nos hacía inmortales. Hemos olvidado ya el nombre de las flores y el camino para regresar a aquella Arcadia que perdimos hace tiempo. La Arcadia símbolo del paraíso, lugar para la vida idílica y feliz, despreocupada e inexistente. Acaso recuerdes aquella estación tan triste.
“Quédate quieta, dije.
No hables. Cállate. Me pareces una pastora de la jungla.
¿Dónde tengo las manos, mis manos que no siguen los renglones
de los astros? Llévame hasta el arroyo, hasta la menta que
crece en el bosque. Pon tu dedo en la luna y bórrala
con tu hermosura de cristal y azules. Y ven después, amor,
bebe mi sangre de avispero, siente los mundos que recorren
mis ojos cegados por las aguas”[6].
Dime tú, tú que aún crees, dónde está esa Arcadia maravillosa, ese reino deseado. Allí los frutos son siempre almíbar nacarado. Allí los niños ríen sin tristeza. La sombra de los árboles junto al río es pura y fresca. Tal vez se haga pronto de noche y entonces intentaremos recoger con nuestras manos desesperadamente trozos de luna en el agua del río. Seguirá sonando la música que nos ha hecho humanos, fuertes y extraños a la vez. Seguirá sonando una música extraña que nos ha hecho recuerdo y olvido. Y olvido... Es tan corto el amor y tan largo el olvido... Todo ha pasado ya. Por eso este lugar no lo conoce nadie. Solos tú y yo, tú y yo, con aquel amor secreto. A este lugar también vienen a veces todos aquellos que hayan deseado alguna vez aprehender el momento, coger el instante con las manos y hacerlo eternidad, aunque sea por un segundo. Te amo. No sabes cómo te amo. Recuerdas las noches de verano, la infancia, la juventud, los vestidos blancos...La luna llena reflejada en el agua. La luna que velaba con nosotros, guardiana hechizada y hechizadora. ¿Qué remedio hay, qué conjuro para la luna reflejada en el agua? Aquellas noches... El viento que nos movía el alma y nos hacía seres del aire.
Los niños. ¿Te acuerdas de los niños?
“los niños cantaban a nuestro lado himnos preciosos
llenos de nostalgia
compartíamos la ingravidez del tiempo
el peso de la memoria
eran aquellos los años felices
el intento vano de anhelar la justicia
el agua devenía en un inmenso río
la flor más hermosa era en tu jardín
y nunca hacía frío por más
que la lluvia sonara en los cristales su tristeza
nuestros amigos amantes perdurables
esperaban con impaciencia y alertaban
sobre la cotidianidad de las sombras
eran de verdad aquellos años
el himno de los niños era el único himno del mundo
mi lenguaje era el lenguaje del aire
lo demás no importaba
el ruido de las olas orillando en su abundancia
me construía de nuevo
cimentaba el dolor de mi lecho
un muro tan alto
a veces pienso en aquellos años
aire agua fuego mar errante
viento y almas al acecho y enfrentadas
eran aquellos inocentes años”[7]
Pero todavía hoy recuerdo tantas estampas, paisajes extraños, bosques y ríos, asimilados a una niñez perdida, a la inocencia de los hombres verdaderos que éramos, más próximos a la matriz materna, más alejados de los reinos de energúmenos que hemos construido no sin esfuerzo. Ahora nos hemos hecho más débiles y hemos asimilado la ignorancia de los brutos, hemos renunciado a la vida. A cambio hemos asimilado las normas y los papeles grises. Hemos cambiado el deseo por un número de identificación fiscal. Te amo, no sabes cómo te amo.
Sí. Hemos renunciado al paisaje. Lo hemos enterrado entre todos. Ahora contamos todos nuestros pasos, medimos todas nuestras acciones con cuidado. Somos calculadores de la vida, engañados quizá por aquella eternidad que sólo en la Arcadia disfrutaban los pastores. Hemos construido normas y leyes para castigarnos, hemos creado fronteras indelebles con el prójimo para que no nos moleste. Ahora los árboles están enmoquetados, como las ideas. Estamos permanentemente pendientes de los demás. Nos da miedo todo. Nos creemos dioses y no somos más que pastores sin rebaño, pastores vestidos de oropel que falsean su caducidad con luces eléctricas. ¡Pero sí, quéjate tú que puedes, tú que aún crees que ese reino existe, aunque no lo crea nadie más que tú, que esa Arcadia que perdimos hace tiempo aún es recuperable! Mira a tu alrededor, a este paisaje que ya no existe, a este valle pobre y nublado.
“¡Las maravillas del bosque! Ah, son innumerables; nunca
te las podría enseñar todas, tendríamos para toda una vida...
...para toda una vida. He mirado, de pronto,
y he visto tu bello rostro lleno de arrugas,
el torpor de tus queridas manos deformadas,
y tus cansados ojos llenos de lágrimas que tiemblan.
Madre mía, no llores: víveme siempre en sueño.
Vive, víveme siempre ausente de tus años, del sucio mundo hostil,
de mi egoísmo de hombre, de mis palabras duras.
Duerme ligeramente en ese bosque prodigioso de tu inocencia,
en ese bosque que crearon al par tu inocencia y mi llanto”[8].
Debo irme ya, amiga, pastora, amante, luna, tierra, madre, árbol que alimentas el mundo con tus ramas, viento que te fundes con las hojas en una algarada que me hace ser digno de habitar bajo tu sombra. Vente mañana y búscame de nuevo, recupérame para aquella Arcadia que hemos perdido, aunque mi valle sea el más pobre y, mis manos, piedras para la muerte.
“No nos abandones en figuras inmóviles que hechizamos y nos hechizaron
porque aunque es culpa nuestra la culpa no es nuestra
aunque el amor es nuestro es también de los árboles
Ten piedad de la luz imprecisa que circunda ese rostro
imaginado no acariciado y continuo como la voz plateada
cuyo nombre he velado para gemir sin rostro junto al suyo
No nos abandones cuando la lluvia empaña los paisajes
y las fábulas empañan la pulcritud de los seres
Este es un valle pobre y sin recuerdos nadie quiso regresar aquí o quedarse
los niños no sollozaban nunca y los dedos oscuros ordeñaban las ubres como zarzas
Cubierto por la ampliación de unos créditos permanecí entretanto
enamorado de ti sin júbilo y sin suerte
Acuérdate de mí cuando entres en el maravilloso gesto circular
de tu reino”[9]
(En Santander y Soustons, marzo de 2005).
[1] Fragmento del poema de Ángela Vallvey titulado “Et in Arcadia ego”.
[2] R. Tagore, El jardinero, 1, en Obra escojida, Aguilar, Madrid, 1966.
[3] El Quijote, primera parte, capítulo XI.
[4] Es el cuadro de Poussin “Et in Arcadia Ego”, que se basa en un cuadro anterior del Guercino.
[5] R. Tagore, Tránsito, nº 26, en Obra escojida, Aguilar, Madrid, 1966.
[6] Fragmento del poema de Ángela Vallvey titulado “Et in Arcadia ego”.
[7] Pseudoversos de Mario Crespo López.
[8] Dámaso Alonso, fragmento del poema “La Madre”.
[9] Álvaro Pombo, “Variación decimoctava”, Variaciones, El Bardo, 128, Lumen, Barcelona, 1978.