Evento/El artista y su obra
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Viernes 24 de noviembre de 2023
FERNANDO ABASCAL
(Santander, 1954).
Profesor y poeta. Licenciado en Filología, imparte clases de Lengua y Literatura en Enseñanza Media. Ha obtenido los Premios de Poesía “José del Río Sainz” y “Gerardo Diego”. Ha publicado los libros Ramaizal (en colaboración, 1977), De palabra (1981), La memoria del cuerpo (1985), Manual para cruzar el mar (1987) y Tratado de pasión (1999). Está incluido en varias antologías, las últimas, Mar interior. Poetas de Castilla-La Mancha (2002), y Voces poéticas de Cantabria (2005).
Ventana frente al mar
I. DEL MIRAR
Si la primera pregunta que hacemos al mundo y a las cosas es la mirada, la luz sería la respuesta, un fulgor inicial donde refugiarse de la intemperie, antes de que las palabras nos arropen y nos acompañen en el camino hacia esa otra última luz, la más fría.
La luz, pues, nos abre las puertas de la vida para, más tarde, dejar pasar las palabras, el decir que emerge hacia su afuera. Ella sola alumbra nuestra mirada, nuestra pregunta primera, nuestra lengua de nadie. Ella sola huye sin ser escrita.
Nombrar es detenerse, hacer un nudo en la cuerda del tiempo, esquivar lo que fluye, remansar el agua de lo visible, ahuyentar lo oscuro, sentar un río en nuestras rodillas.
Mirar es guardar. En francés “garder”. Con un prefijo, “re-garder”, parece asociarse a una visión dirigida hacia algún punto, pero también a un retomar bajo guardia y custodia. Quien mira acoge lo que ve, lo hace suyo, lo piensa, como si el mirar “resguardase” o envolviese con un extraño velo lo mirado, como si el mirar cuidase la dignidad de lo visto.
Merleau-Ponty afirmaba que “mirar un objeto es venir a habitarlo”. Mirar sería así convertir las cosas en moradas abiertas, penetrar en la casa del ser y llenar su vacío, vestir su nada con las palabras de los ojos.
Debajo de la casa del mundo hay una cámara oscura y sellada con hielo en la que se miran, se “guardan” las palabras en los espejos.
La mirada conforma el decir, acerca la escala al muro de la palabra y asedia sus fortalezas; habita, en fin, una desnudez de origen, el espacio sin nombre del que venimos. Tras el mirar, la mordedura del decir, lo que nombra, lo que identifica, lo que esclaviza.
2.
Francisco de Goya tituló uno de sus grabados así: “No se puede mirar”.
Al cerrar los ojos huimos del espanto y, sin embargo, lo escondido nos fascina. Cuando pintaba, Goya sólo oía una extraña música, el rozarse de los colores. Detrás del cuadro, “en el otro costado” juanramoniano, la enroscada negrura de la muerte, la sombra, el alma de la luz que grita, única blancura en lo oscuro.
A través de la mirada vemos, nos vemos y llegamos a ver nuestro propio mirar, de forma que accedemos si, como dice Foucault, “se posa el silencio en la propia mirada”, a la verdad de las cosas, esto es, añadiría Char, a la poesía de las cosas.
En toda mirada, sobre todo en la mirada del pintor, en la mirada poética, hay un légamo de silencio, un no decir de nuestra lengua hinchada de conceptos, de ruidos de memoria. Nos hemos olvidado de ver y vivimos encadenados a la perpetua simbolización, a la mecánica incansable y borrosa de la conciencia.
Alberto Caeiro, heterónimo de Fernando Pessoa, dice: “Lo esencial es saber ver, / saber ver sin estar pensando, / saber ver cuando se ve, / y no pensar cuando se ve, / no ver cuando se piensa”.
De ese silencio que habita todo mirar proviene lo vulnerable de la mirada, su no peso, su acuosa sustancia. Se rompe el mirar en frágiles cristales y el ojo se deshace como la arena de una joven duna. Entonces comienzan a respirar las palabras, se vuelven habla y cuerpo; crean cauce y limo; se hacen saber vigilante, saber vigilado.
La mirada es una elección, una espera que anida sobre las ramas de la luz y de los oscuro; un deseo que se vuelve forma, que se ensancha o adelgaza en la espesura del misterio, en esas razones que habitan lo oculto. Bulbos en el invernadero, así los ojos.
A veces nos preguntan ¿qué miras? y ni siquiera nosotros, menos que nadie, tenemos respuesta. Cuando miramos de verdad, no sabemos lo que miramos.
3.
II. LOS OJOS DEL PINTOR
Los ojos del pintor -también del poeta- piensan, indagan en esa geometría infectada de significación y referencia que llamamos realidad; buscan esa “otra voz” de la que hablaba Octavio Paz, el sinuoso perfil de lo que escapa, lo que en la luz vive furtivo.
Edipo se arrancó los ojos con los broches del vestido de su madre en un acto de extrañamiento: destruir para ver, para verse.
Misterio procede de “musteion”, que significa “cerrar los ojos”. Cuando éramos niños decíamos: “cierra los ojos hasta que yo te diga”. Decir para abrir la mirada, decir para inaugurar el mundo. En aquellos juegos de infancia era preciso cerrar los ojos. Imaginar es jugar en lo oscuro.
Hay pintores que fijan la vida, detienen el tiempo y todo lo que huye en un paisaje o en un rostro; en la orfandad de una fruta, de una taza sobre la mesa; en la hermosura un tanto rota de las cosas.
Otros pintores no pretenden reposo; al contrario, abandonan las orillas, vuelan sobre lo que fluye, cuentan el paso turbulento de las aguas, su agitada transparencia. Son pintores que no anhelan docilidad ni conocimiento, que es tanto como decir posesión, sino que “entran” en las cosas, interiorizan la forma y a la vez afirman lo visible, crean espacios de excepción.
El pintor abre una vieja portilla y en lo angosto del espacio cercado, en ese silencio anterior al hecho de abrir el clandestino jardín, sus ojos descubren aquella “luz no usada” que Fray Luis advirtió en la música de Salinas. En la mirada que el pintor dirige a esa luz hay una luz aún más alta, más pura, digna y extremada. Es la luz carnosa del dolor, el eterno resplandor de las heridas.
4.
III. VENTANA FRENTE AL MAR
La expresión “naturalezas muertas” es un oxímoron. La belleza ha huido de la palabra “bodegón”. Mejor sería hablar, como dice Jiménez Lozano, de “pinturas de silencio”, “pinturas calladas” o, como se llamaron en tiempos de Luis XIII, “pinturas quedas”.
En esas pinturas, las cosas están en su ser, están “quedas”, es decir, en un estado de dejamiento, de orfandad, en su soledad más sola. Abandonadas a su condición, son, como decía Heidegger, “meras cosas”.
El pintor elige una ventana frente al mar. Los ojos del pintor y el ojo del alféizar se asoman a la vez. La luz velada por los cristales inclinados nos descubre en un primer término sillas de rejilla, brevas, flores, botellas, mazorcas (el niño de Renedo de Cabuérniga que fue Pancho Cossío diría “panojas”), naipes, es decir, lo inanimado, lo que olvidó su ser y descansa en su naturaleza de cosas, sólo vivas cuando las miramos, cuando las habitamos.
¿A quién esperan las cosas? ¿Qué mirada aguardan? En la espera siempre alienta un deseo. ¿Qué desean?
Instrumentos de azar, de magia y juego, recipientes; vainas que se abren y nos muestran su grano denso; brevas partidas donde la luz se disuelve tentadora; elementos todos que mudan su forma, que atraen y convocan. Filtran el más allá de nuestra mirada.
Lejos, en un segundo plano, se percibe el azul de un mar sometido, una sugerida bahía, tal vez el “atrezzo” de una playa de verano. La pintura “queda”, silenciosa, nos sugiere ahora la desvanecida y callada presencia del mar.
Los ojos del pintor -del poeta- se demoran en el sosiego del mundo, un orden en el que nada se impone. Se trata de una mirada matinal, indolora, que se derrama desde lo cercano y se abre a lo otro, sumergida en aquello que contempla.
5.
¿Quién mira a quién?
¿Hacia qué nada va ese mirar?
Shakespeare se preguntaba en uno de sus sonetos:
“Cuando la nieve se funde, ¿adónde va su blancura?
. . . . .
Permítanme que finalice mi intervención con la lectura de un poema inédito y escrito recientemente que tiene como eje el mar, la bahía, esa hermosa plaza líquida y no pisada de nuestra ciudad.
Se trata también de una mirada, supongo que diferente por su pretensión crítica y heterodoxa a la plácida visión de Cossío, y que pretende dirigirse a una cierta forma de ser o de pensar en la cerrada atmósfera urbana de esta ciudad, tan del siglo XIX, que llamamos Santander.
No sé si el pintor me regañaría o me daría un puntapié con su pierna buena, pero creo que el poema puede complementar la armónica visión del cuadro aquí expuesto, y, a la vez, mostrar que el amor a una ciudad o a una persona no implican necesariamente la ceguera.
La mirada tiene ideología, quien mira elige, se instala en un punto de vista. Los ojos piensan.
Dedico esta lectura al poeta recientemente fallecido Rafael Gutiérrez-Colomer
A lo lejos se ve nadar a una muchacha que abre las aguas con sus brazos
y separa los colores, como si fuera ella, -la su boca- un oscuro nido de viento,
el sexo del mar.
Mientras ella nada y se aleja de la orilla, la ciudad de orden pasea, orina,
se sienta a ver pasar, cultiva la renuncia.
Las vacas entornan los ojos como si advirtieran lo felino de esa realidad
acristalada, el temblor del mundo.
Las olas tercas golpean las piedras y barcos sin forma entran y salen,
parecen bultos que el mar dispone, trae y lleva.
Un niño señala la luz de una lancha, el vuelo de las grúas.
Se mira a sí misma esta ciudad de orden, se pinta, se nutre en las aceras,
vive y respira, ¡ay, novia del mar!, en la ortodoxa, fría quietud de los acuarios.
Sólo la muchacha, desnuda como la belleza, nada y se salva.