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c/ Rubio 6, Santander


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Antonio Santos

ANTONIO SANTOS

 

Doctor en Historia por la Universidad de Cantabria, y Diplomado en Cinematografía por la de Valladolid. Trabaja como bibliotecario en la biblioteca central de la Universidad de Cantabria. Es autor de sendas monografías sobre los cineastas japoneses Kenji Mizoguchi (1993) y Yasujiro Ozu (2005), así como del libro El sueño imposible: aventuras cinematográficas de Don Quijote y Sancho (2006). Con sus trabajos en torno al cine es asiduo colaborador de distintas revistas de cine y arte, entre ellas Trasdós, la revista del Museo de Bellas Artes de Santander.

 

Sueños de luz. Enrique Gran o la tentación del silencio (Bodegón cubista)

 

                                                                                                                                                             “Me senté

en un claro del tiempo.

Era un remanso de silencio.”

(Federico García Lorca. Claro de reloj. Canciones, 1927)

 

“Lo más parecido a la inmensidad es el silencio.”

(Enrique Gran)

 

Remansos  de silencio:

 

Algunos artistas han optado por el silencio como materia prima, trazando así un  camino creativo hacia el descubrimiento.  Desarrollando experiencias precedentes, el silencio  susurra motivos poéticos que cobran singular fuerza en el arte contemporáneo. En todas sus manifestaciones.  Artistas del silencio han sido creadores como Piet Mondrian, Mark Rothko, Van der Rohe,  Jorge Oteiza,   Eduardo Chillida,  Federico Mompou, Jorge Luis Borges,  Ángel Valente,  John Cage,  Luigi Nono, Carl Dreyer, Andrei Tarkovski,  Robert Bresson, Yasujiro Ozu, Theo Angelopoulos...  Todos  ellos  tienen en común  apelar  a la contención de las formas, a la simplificación, a la austeridad:  a la enfatización del misterio aplicando los menos recursos posibles [1].

Éste ha sido  también el caso del pintor santanderino Enrique Gran (1928 - 1999), y posiblemente sea una  de las  razones por las que hoy su poética, misteriosa y sugerente, va captando adeptos entre quienes se aventuran a  escuchar lo invisible,  y a ver lo que no se puede oír.  El crítico de arte Santiago Amón lo definió con propiedad:  “el mundo de Enrique Gran se llama silencio; el silencio o la pausa contenida que preceden  a lo que ya no va a ser y para siempre...  Lo que usted ve en estos parajes (inusitados y harto verosímiles) se llama silencio, el eterno silencio de las cosas cuando quedan en sí, sin posibilidad de contemplación”  [2].

El artista santanderino, a lo largo de toda su obra,  se descubrió como un voluntario y decidido cantor del silencio. Su desafío, y también su proeza,  nace de la necesidad de representar sobre el lienzo la quietud, el silencio: un objetivo imposible en la vida real, y  que sólo alcanza a materializarse  en los límites del arte. El silencio puro, al cabo, no existe: siempre estamos escuchando algo, cualquier ruido, por imperceptible que sea. En el caso más extremo, siempre oiríamos nuestra respiración, o nuestro ritmo cardíaco. La búsqueda del silencio es, por tanto, la persecución de una utopía, una quimera, que rebasa el marco físico para adentrarse en el metafísico, como sucede en las pinturas de Gran. Sin embargo, su búsqueda ofrece el camino hacia la exploración de mundos inéditos y fecundos.  Los  misteriosos  paisajes cósmicos   que concibe  el artista santanderino optan por modelar  el espacio y el tiempo, a los que recubre con  una pátina de silencio. Y sobre ese  molde da forma a sus visiones [3].

“No hay nada más bello ni más terrible que el silencio”, escribió Paul Celan,  apreciando cómo  el silencio fascina a unos pocos, pero incomoda a la mayoría.  Al cabo,  abre  una brecha poco placentera, y poco transitada  en nuestro mundo ruidoso y turbulento. El silencio es una alternativa, quizá también  un antídoto,  para nuestra  frenética cultura audiovisual.  Por esto cada vez es mayor la tentación del silencio.  Inevitablemente, quien busca sus fragancias  se recluye  y se distancia de la sociedad y del mundo que le rodea.  Esto, sumado al desarrollo de un mundo cada vez más complejo y contradictorio, hace que el lenguaje o los lenguajes convencionales se vean cada vez más limitados e incapaces, al no  ofrecer alternativas, o al no proporcionar respuestas satisfactorias.

George  Steiner valoraba  la elección  del silencio, precisamente, por aquellas voces que mejor saben hablar, o por aquéllas que más cosas tienen que decir. Hölderlin y Rimbaud serían sus precursores: dos poetas innovadores, lo que   cobra sentido si se acepta que la invocación al silencio es, paradójicamente,  una reivindicación de la palabra. “Puesto que  el silencio no se opone a la palabra, de la cual es un radical aliado, sino al ruido, que es su más irreconciliable enemigo” [4].

Por medio del silencio, el artista pretende  dar un sentido, una interpretación, a un mundo demasiado complejo e ininteligible. O acaso pretende refugiarse del mismo.  El silencio enfatiza el misterio; abstrae la realidad; la transforma en una nueva, más espiritual y despojada. El mundo se contempla como sujeto y como objeto de contemplación.  No pretende anular el lenguaje, sino trascenderlo, o darlo un nuevo sentido. Sin necesidad de ruido, los  silencios nos hablan. Y lo hacen  porque,  como asegura José Bergamín,  si no lo hicieran “nadie podría decir lo que callan las palabras”.

Los artistas  del silencio proponen una nueva forma de enfrentarse con el arte y con la vida, enfatizando el misterio, eludiendo la explicación fácil o racional.  Rechazan, por otra parte,  el arte como mera agresión audiovisual, o como mero objeto de consumo. Muy por el contrario, proponen nuevos derroteros  creativos,  a menudo poco complacientes,   al tiempo que  establecen relaciones inéditas con el espectador. El lenguaje artístico  es  explorado como  si fuera un camino, a lo largo del cual el  receptor  deberá  enfrentarse con misterios.  Por medio de su obra, el artista silencioso no aspira a resolver interrogantes; antes bien  los plantea, o hiperboliza las  incógnitas  sin solución. Al cabo, nuestro mundo puede ser descrito o interrogado; pero nos faltan las palabras para comprenderlo en su totalidad.

 

Viajar  entre sueños

 

La poética de Enrique Gran alcanzó su plenitud   imaginando  parajes extraños, geografías fantásticas,  y descubriendo  superficies extrañas  donde conviven lo orgánico y lo artificial.  Él mismo invoca en sus escritos al hacedor de sueños, onírico medium de su naturaleza creativa, para que le ayude  a manifestar, a exteriorizar,  un mundo interior misterioso y sugerente.  Por esto mismo  Leopoldo Rodríguez Alcalde califica sus creaciones pictóricas como “realismo extraño”. A su vez  Francisco Calvo Serraller le definió  como “un expresionista abstracto muy particular que, como le ocurre a Lucio Muñoz, tiene un penetrante ojo realista para captar lo invisible”  [5].

 Sus composiciones se materializan  bajo formas y  figuras aisladas, herméticas, introspectivas y silenciosas. Sus creaciones,  que parecen evocar una cosmogonía o un apocalipsis, se ven sin embargo envueltas en una sobrecogedora  y  extraña calma.  Por esto mismo  Francisco Nieva  acertó al calificar el  arte de Gran como “El trueno silencioso” [6].  Bajo su destello de sigilo, la materia se encuentra rodeada de luz, e irradia una extraña y poderosa energía.

El proceso interior brota a la superficie, al lienzo,  con el ímpetu de un volcán que, siempre en silencio, arroja el magma que venía acumulando. Sin embargo, y a despecho de las tensiones morfológicas que encubre, la  mirada demiúrgica  de Gran  suprime la violencia, el drama, la agonía;    muy por el contrario   enfatiza el misterio [7].  El tiempo, el espacio, la evolución cósmica, se expresan en silencio y en quietud. Es más: el silencio no es sólo una manifestación más de la quietud; es su esencia misma  [8].

Los paisajes de Gran se  alzan bajo un punto de iluminación tibia. Podría ser la luz del amanecer, pero también puede ser la del ocaso. Esto es: se sitúan en un punto previo a la vida, o quizá posterior a la misma. Se liberan al fin del lastre de la realidad para dar  forma a un sugerente y misterioso sueño de luz. Los oníricos efectos cromáticos, de naturaleza tan irreal,  provocan sobre el espectador sensaciones misteriosas e inquietantes.  Creador  de mundos alternativos, metafísicos, sus pinturas no  agreden; pero en contrapartida inquietan y perturban a quien se sumerge en ellas.  En su momento de plenitud, el silencio inunda sus composiciones, y las llena de luminosidad, de vida: de una vida que pertenece al artista,  y que éste comparte con su espectador. Así lo confirma sustituyendo el pincel por la pluma:

 

Pinto recluido, incidiendo en el tiempo,

observando la impunidad de mi

manipulación en el silencio.

Pinto siendo obediente, como ya os he

contado, a las leyes de la luz.

 

El triunfo de Parrasio

 

Nuestra tradición atribuye  orígenes míticos al  nacimiento  de los bodegones.  En el curso de unas justas artísticas que debían determinar quién era el pintor  griego más diestro,  Zeusis pintó unas uvas con las que fue capaz de engañar a los pájaros, que acudieron a picotearlas.  Por su parte,  Parrasio  pintó una cortina con la que logró el prodigio de confundir  a su rival, quien  hizo ademán de retirar la tela para ver qué se ocultaba tras ella.  Así, y desde sus orígenes legendarios, el bodegón ejemplifica la concepción del arte como mímesis de la realidad. Pero se trata de una segunda realidad, una realidad distinta, transfigurada. Los bodegones, como las uvas y las telas de los grandes pintores helenos,  se sitúan en una realidad próxima, reconocible:  son al cabo objetos cotidianos, a los que se reviste de enigmas y de incertidumbres.  En una audaz violentación espacial, a  veces incluso diríamos  que aquellos solitarios objetos a punto están de  escapar del marco, invitando al espectador a que los coja.  La función de trampantojo, sobra decirlo,  enfatiza el  misterio de estas composiciones, al situarlas en una realidad próxima, pero al tiempo engañosa y esquiva.

En efecto: recogida en su quietud y silencio, la pintura de bodegones transmite a menudo   sensaciones misteriosas e inquietantes. Sirvan como ejemplo las dos  obras de Enrique Gran que aquí se muestran  (Figuras 1 y 2). La ausencia del ser humano, en un terreno que le es propio, concede a los objetos un insólito  protagonismo.  Siendo mímesis de la realidad, el bodegón apunta hacia otras dimensiones, apartadas de la experiencia cotidiana.  El artista recrea una nueva realidad, demasiado ordenada y manipulada, en  donde los objetos cotidianos y los alimentos  pierden su función natural, la utilidad para la que han sido creados o recolectados. Como recuerda Castilla del Pino, “por eso  de que la vida  es desorden, todo lo  que sea orden en ella la aproxima a la muerte”.  El bodegón  es naturaleza muerta  porque brota de un  orden  claramente determinado:   un orden que  contrasta  la volatilidad de lo representado con  la perennidad de su representación. No es necesario que aparezcan seres muertos para que insinúen una  experiencia tanática. Al cabo,  los bodegones se distinguen por su innata  quietud  y silencio.  Por esta razón, sostiene el  autor previamente citado,  “en el bodegón se representa  la no-vida, lo casi-muerto, en suma, lo      eterno” [9].

Extraño destino, pues, el del bodegón:  ejemplificando  la concepción del arte como mímesis de la realidad,  desemboca finalmente en una segunda realidad. Una realidad distinta, transfigurada, cuyas coordenadas se fijan en cotas  próximas, reconocibles, pero al mismo tiempo extrañamente alejadas  de su cotidianidad más inmediata. Para empezar, el bodegón -al que no en vano también se  llama naturaleza muerta- se distingue presisamente por su  ausencia de vida, por el protagonismo neto que cobran unos seres u  objetos inertes. 

Asociado  con frecuencia  con el tema de  la  postrimería,  con la  vanitas,  a menudo se ve acompañado por imágenes de esqueletos y de calaveras.  Al cabo, la vida parece desterrada del marco del bodegón.  Y, sin embargo,  aquellas inquietantes imágenes  -y en particular  las que prescinden de  alegorías  macabras-  revelan con intensidad  las huellas de lo ausente: de quien ha creado esos objetos, los ha usado, los ha colocado allí de una manera a menudo tan calculada, y que ha  dejado atrás el cuadro, de la misma forma que habrá abandonado ya este mundo. Intuyendo  el destino ineludible,  el artista no sólo niega la vida a la composición; asimismo la priva de  narratividad, de dramaturgia. 

Los objetos  se disponen en su contexto, sí; pero aparecen  despojados de  toda funcionalidad,  carentes de aplicación alguna. Y colocados de una manera artificial, premeditada. Sobre estos objetos inanimados se aprecia la pátina del tiempo y del uso;  la huella  sobreentendida  de  sus  desconocidos propietarios.  La extrema espiritualidad  se manifiesta en un entorno descrito con el máximo realismo.  El objeto cotidiano, al que el don artístico transforma en hierofanía,  proporciona una visión sagrada, quiescente, de la experiencia humana: las huellas del  hombre, sus obras y su destino,  están allí; mas su extraña  potencia  se debe   precisamente a la ausencia del hombre. Así, y manipulando lo cotidiano hasta trascenderlo, el artista se ve  capaz, por medio de los recursos más simples, de  apresar el instante, de  embalsamar el tiempo.  Si el bodegón esconde algún secreto, éste debería ser  el que encierra la eternidad del instante. Por todas estas razones el bodegón despierta en su espectador sensaciones a un tiempo extrañas y familiares: sugieren de manera  simultánea  distancia  y proximidad. 

 

Silencio dorado

 

El bodegón del siglo XX rompe con la ilusión de realidad, con  el objetivo fundacional del trampantojo al que nos hemos referido. En los bodegones  cubistas -Picasso, Braque, Gris- los objetos aparecen distorsionados, ocultos, disimulados; no se les reconoce bien; contradicen la  naturaleza  mimética  característica del género desde sus orígenes legendarios. En su libertad, el artista moderno se asemeja a los dioses, creadores de mundos, seres y objetos.  En el arte moderno no se admite una única interpretación de la realidad: cada artista  desarrollará una que es propia. Y, del mismo modo, cada espectador interpretará libremente lo que ve.

Centrémonos en el caso concreto de Enrique Gran.  La  Composición cubista, fechada en 1954, se  conserva hoy en el Museo de Bellas Artes de Santander (Figura 1). Aunque se trata de una   exploración personal del género de la naturaleza muerta, el bodegón no parece ser un tema muy recurrente en Gran.  Y de hecho en los catálogos y libros manejados (véase la bibliografía final) no encontramos otros ejemplos.

Cabría  sin embargo señalar una notable  excepción: una de las composiciones de Gran, realizada en 1989,  se  titula  El cuerno áureo; y  en ella reconocemos la reinterpretación en abstracto de uno de los temas clásicos del bodegón: la cornucopia o el cuerno de la abundancia (Figura 2) [10].  Al margen de esta obra,  la concepción del bodegón -naturalezas muertas en un paraje estático y silencioso, y bañado en luz- se mantiene en  el resto de sus producciones, particularmente en las que hemos considerado “cósmicas”.

En 1952 Enrique Gran realizó un viaje de estudios a París, donde  conoció de primera mano las experiencias creativas más vanguardistas. En la capital francesa se impregnó de influencias  postimpresionistas, fauvistas y cubistas, que asimilará  mediante una progresiva tendencia a la abstracción.  Tras  su regreso a Madrid, y aún dentro de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando en la que se forma,  realizó  una serie de obras a la sombra de la vanguardia europea. La obra que comentamos pertenece precisamente a esta etapa. El tardocubismo de Gran es el taller donde experimenta el artista en formación; donde  se libera de la realidad, la abstrae, para al fin transformarla en formas de luz y color. De este modo, y apropiándose de las experiencias de los bodegones  cubistas -los citados Picasso, Braque y Gris-,  también  los objetos del pintor santanderino aparecen distorsionados, ocultos, disimulados: como si quisieran  velar su  reconocimiento.

Dispuesto frente a la Composición cubista, el espectador no dejará de advertir una ambigüedad luminosa que ya será recurrente en Gran: su iluminación cenital, aunque tibia,  tanto puede ser la luz del amanecer como la del crepúsculo.  Tampoco alcanzamos a reconocer bien los objetos que están sobre lo que parece una mesa, de forma oval: un marco escénico sobre el que se rechaza la perspectiva o la volumetría tradicionales.

 Es  posible distinguir, posado en su superficie,  un objeto que se asemeja a un búcaro o a una jarra.  Bajo ella  reconocemos un objeto esférico  que, en relación con la iconografía característica del bodegón,  podría ser una fruta (¿una manzana? ¿por qué no un membrillo?), o incluso una calavera,  lo que nos trasladaría  al tema clásico de la vanitas anteriormente señalado [11].

Aun siendo poco reconocibles, los elementos de la composición son suficientes como para entrever la pugna entre dos órdenes: uno superior y otro inferior; entre cielo y tierra. Lo que, en términos materiales, bien podría escenificar la  dialéctica entre la actividad del hombre y la obra de la naturaleza. De manera más específica  la jarra, objeto artificial, se sitúa en el tramo superior, mientras que el fruto de la naturaleza,  sea el que fuere, se dispone en el inferior. A sus pies, la base de la composición se asemeja a  un paisaje natural, donde se  reconocen formas que  se asemejan a  vallas, árboles, montañas. Todos estos motivos se ven quebrados en el eje de simetría por una línea que, a modo de camino, se pierde mediante un juego de líneas confluyentes,  hacia un hipotético horizonte.

En la parte superior de la obra encontramos, a modo de líneas compensatorias,  formas orgánicas  que sugieren  ramas, hojas, tallos, tal vez incluso pétalos  disparejos de una flor soñada. Al margen de su posible taxonomía, el paisaje  que el pintor imagina se presenta extraño y solitario,  como escapado de una alucinación,  lo que a  su vez nos remite a las composiciones más abstractas del artista que invocara al hacedor de sueños.

Por otra parte, la base de la obra  responde a una  organización simétrica que sólo parcialmente se respeta en su tramo superior.  El punto de fuga de esas dos líneas que, en la parcela inferior,  hemos denominado camino,  desemboca en otras dos que, a modo de haz reflectante, se proyectan hacia  el tramo superior.  La confluencia de ambas  genera una fuente luminosa  cuya luz se confunde con la iluminación cenital que baña el centro de la composición.

Todo el conjunto de la obra, guiada por estas líneas motrices, invita de este modo a la ascensión de la mirada:  a superar las condiciones más próximas de la naturaleza, para elevarnos hacia universos irreales, oníricos, que trascienden nuestro limitado entorno natural. Así, el punto de fuga del camino se expande  hacia el firmamento, como si fueran los haces de luz de un proyector que diera forma a las fantasmagorías.

El  destello luminoso y el camino conforman, de este modo,  el eje de simetría; pero al tiempo originan dos juegos de líneas divergentes que dan como resultado  otras  dos formas triangulares. Una muy pequeña, en tierra, y otra mucho más extensa, que se pierde hacia el firmamento, confirmando la dinámica ascensional que es característica de la pieza. Respondiendo a una métrica bien  calculada, el resto de  la composición se organiza y fragmenta en numerosas parcelas, en su mayoría de concepción triangular, que entrelazadas forman una  urdimbre que podría recordarnos las bóvedas de crucería de las iglesias medievales, señalando de este modo un nuevo motivo  ascensional.  Para confirmar dicho itinerario, una serie de líneas-guías opacas conducen nuestra mirada en esta progresión espiritual y ascendente que la obra  nos propone.

Nuestro comentario quedaría incompleto si no señaláramos unos elementos de apertura  que se trazan en el interior de los objetos: en la fruta, en la botella, acaso queriéndolos abrir  hacia otras dimensiones. Por medio de estos objetos rasgados,  se nos invita a mirar, a soñar, a alucinar  tal vez, abriendo nuestras miradas y nuestras percepciones hacia realidades alternativas, hacia otros mundos posibles, hacia otras formas de ver y  entender el arte y la vida. 

Es más: si contemplamos la obra desde  sus dos extremos, es posible distinguir una serie de estructuras concéntricas, con forma de almendra, que sobreencuadran repetidas veces la composición.    La almendra o mandorla, que deriva del rombo,  y que a su vez  está compuesta por  dos formas triangulares, alude una vez más a una cierta sacralización del espacio y de los objetos allí representados. Como se sabe, la mandorla representa la luz divina, la unión mística entre cielo y tierra, entre el orden material y el espiritual: una interpretación que se corresponde fielmente con la lectura que hemos hecho de la obra.   Progresando en nuestra interpretación, habremos de señalar finalmente que estas formas almendradas  remiten  orgánicamente a la forma del ojo: un  ojo único, sin pareja, que nos invita a abrir la mirada a una nueva realidad. Sólo así nos veremos capaces de alcanzar otros paisajes, otros mundos, que se sitúan más allá de nuestra  percepción  más  inmediata.

Por esto mismo, en torno a la  pieza de fruta se traza una forma ovalada que se asemeja a un ojo, cuyo  centro se corresponde con la propia fruta. No se pase por alto que esta misma  fruta se asemeja  en sí misma a un ojo abierto, como sucede  también con la botella,  vertebrada  por una de las  líneas guía a las que  anteriormente nos referimos.

Para terminar: a través de estas flexiones  del lenguaje pictórico, el artista  nos recuerda la necesidad de ver con otros ojos, de contemplar nuevos paisajes ignotos, que pueden situarse dentro de nosotros mismos. He aquí la propuesta que comparte el pintor, Enrique Gran, con nosotros, los espectadores. Y que nos une a partir del órgano imprescindible para la percepción artística y para la recepción de las obras: la vista. Renovando los sentidos, nos sugiere el pintor, liberándolos de prejuicios, es posible alcanzar nuevos horizontes, vislumbrar  prodigios, contemplar lo inaudible y escuchar el silencio. Como a su vez proponía Federico García Lorca:

 

Oye, hijo mío, el silencio.

Es un silencio ondulado,

un silencio,

donde resbalan  valles y ecos

que inclinan  las frentes

hacia el suelo.

 

BIBLIOGRAFÍA:

 

-         ANTONIO LÓPEZ : Exposición antológica. Madrid : Museo Nacional Reina Sofía, 1993.

-         El  BODEGÓN.   Barcelona:  Fundación Amigos del Museo del Prado; Galaxia Gutenberg, 2000.

-         EHRLICH, Linda. “Interior Gardens : Dream of Light and the Bodegón Tradition”. En: An Open Window : The Cinema of Víctor Erice. Lanham, Maryland ; London : The Scarecrow Press, 2000, p. 192-205.

-         ENRIQUE Gran.   Madrid :  Centro Cultural del Conde Duque, 1998.

-         ENRIQUE Gran : El hacedor de sueños. Santander : Caja Cantabria, 2005.

-         MARTÍ ARÍS, Carlos.  Silencios elocuentes. Barcelona : Universitat Politècnica de Catalunya, 1999.

-         STEINER, George.  Lenguaje y silencio : Ensayo sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano.  Barcelona : Gedisa, 2003. 



[1] Véase al respecto  el valioso y sugerente ensayo de  Carlos Martí Arís Silencios elocuentes. Barcelona : Universitat Politècnica de Catalunya, 1999.

[2] Presentación del libro y carpeta Silencios, 1981. Reproducido en: ENRIQUE Gran : El hacedor de sueños. Santander : Caja Cantabria, 2005,  p. 211.

[3] En El sol del membrillo  (1992) confluyen, por un extraño designio creativo, tres artistas volcados al silencio y a la interiorización: el cineasta Víctor Erice y los pintores Enrique Gran y Antonio López. Es éste  un ejemplo insólito de confluencia poética,  en el que tres creadores aspiran a iluminar lo sombrío; a capturar los destellos de una luz -el tiempo- que se agota y se consume ante los ojos del artista, del mismo modo que lo hará ante la mirada del espectador.

[4] MARTÍ  ARÍS, Carlos. Op. cit.,  p.  50 y 64. 

[5] ENRIQUE Gran : El hacedor de sueños. Santander : Caja Cantabria, 2005,  p. 213.

[6] ENRIQUE Gran.   Madrid :  Centro Cultural del Conde Duque, 1998, p. 11.

[7] Baste con señalar  los títulos de algunas de sus composiciones más representativas: Irrupción de un mundo,  La colina de la fecundidad,  El enigma del cobre, Espectro en el paraíso,  Tensión en el cauce rojo, Carril de luz, Suceso en el horizonte, Piedraluenga, Al final del viaje, Viajando entre sueños y Viajando entre mundos.

[8] Francisco Nieva ha calificado  a Gran como  romántico del siglo XX y como paisajista metafísico. Sus imágenes son, para  el autor citado,  fotografías visionarias, que sugieren “enormes derrumbes cósmicos, avalanchas de luz, visiones aéreas, en picado, como si las  mirase  desde lo alto un divino creador, ejecutadas en soledad, y en un silencio siempre estremecedor”.  Véase: NIEVA, Francisco. “La leyenda de Enrique Gran”. En: ENRIQUE Gran : El hacedor de sueños. Santander : Caja Cantabria, 2005, p. 18.

[9] CASTILLA DEL PINO, Carlos.  “El bodegón : El orden, lo inmóvil, lo muerto”. En: El  BODEGÓN.   Barcelona:  Fundación Amigos del Museo del Prado; Galaxia Gutenberg, 2000. p. 79-80

[10]  La cornucopia es  emblema de la abundancia y de la fecundidad en la tradición pagana.  Siendo niño Júpiter  rompió, jugando, el cuerno de la cabra que le amamantaba. Se lo ofreció a su nodriza, Amaltea, prometiéndole que dicho cuerno estaría siempre lleno de riquezas y de dicha para su propietario. Se la representa llena de granos, de frutos, de bienes y riquezas. Con la abertura hacia arriba, hacia el cielo, como en ofrenda o reconocimiento al cielo por los dones y bienes recibidos.

[11] De ser una manzana, aún se incrementaría su ambigüedad, al estar dicha fruta emparentada con experiencias contradictorias: ora puede representar la discordia (la manzana de Paris) ora la tentación (Eva). Pero también puede  referirse al conocimiento oculto y fecundado (las manzanas del Jardín de las Hespérides, el árbol del Bien y del Mal), o a  la renovación espiritual (los manzanos situados en el jardín  del Cantar de los Cantares).