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Dibujos transitivos

25.10.2024 - 12.01.2025

c/ Rubio 6, Santander


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Raquel Serdio

RAQUEL SERDIO

(Cabuérniga, Cantabria, 1967)

 

Poeta y profesora. Codirigió la revista poética (H)Ala y está incluida en diversas antologías regionales de poesía. Ha publicado los libros Cuaderno de Rozalén (2000) y En un lugar que yo veo (Devenir, 2003).

 

Autorretrato

Desde el punto de vista lingüístico, idea tienen que ver con eidos (imagen, en griego)

Una nueva idea es la aparición espontánea de algo que no existía anteriormente. El origen de todo proceso creativo es una idea. Nuestra capacidad de tener nuevas ideas, es decir, de ser creativos, es el don que compartimos con el creador de la idea primera de todas, de la idea de la que nació el mundo. Este don es nuestra herencia divina.

 

                                                                                              Albert  Hofman, Mundo interior. Mundo exterior.

 

 

No sé muy bien qué hay que hacer para ver una pintura.

Yo, en principio, la miro a los ojos, pero eso no es suficiente. Con los ojos se reconocen formas, líneas, expresiones, parecidos. Incluso puede que reconozcamos técnicas, pero éstas tampoco resultan suficientes.

¿Qué le pido yo a una pintura, a una imagen?

Que me hable.

Que cuente conmigo.

Que su juego visual me haga partícipe de ella.

Que me comunique.

Esa comunicación es la que he establecido con las dos obras que el Museo de Bellas Artes de Santander tiene de la artista valenciana Vicky Civera.

El azar, o más bien la causalidad, quiso que me fijase primero en su obra Caracola, un cuadro de gran formato (220 x 180 cm) que fecha en 1980.

Esta obra, además de evocar el concepto sugerente del círculo, me llevó a la espiral y su simbolismo. Como el círculo, la espiral simboliza principio y fin, origen y desarrollo.

En relación con el origen, la idea del círculo lleva a la unidad más pequeña de la materia inerte, el átomo; o a la unidad más pequeña de los organismos vivos, la célula. Ambos tienen envoltura y núcleo, y en ambos el núcleo es el componente esencial, pues concentra en uno y otra sus propiedades fundamentales.

Además está la idea de la espiral, del desarrollo: los átomos y las células se organizan, y en sus composiciones crean formas de organismos vegetales y animales, las flores y los hombres, los planetas, los soles.

La Caracola, con su centro intensamente rojo, galáctico, evoca lo pequeño y lo grande, el átomo, la célula pero también la galaxia, la nebulosa, organizadas análogamente en torno a sus núcleos.

La espiral asciende o desciende, se expande o se recoge. Lo esencial es su carácter procesual, de crecimiento, que es el que crea el tiempo y el que hace que contenga la idea de realidad, como  resultado de continuas transformaciones.

En la construcción de la realidad, los receptores pueden participar fecundamente, pues ella muestra cómo cada ser humano es el creador de su propio mundo, pues sólo a través de él, se hacen realidad los soles, los planetas, las galaxias, las flores, los colores...

Como receptora, la espiral me contiene y la contengo.

 

Al descubrir el segundo cuadro de la artista, Autorretrato, realizado dieciséis años después, en 1996, observé inicialmente sus diferencias con respecto al otro: el tamaño, mucho menor, pero también los colores o los materiales.

Después, llegó la relación, la conexión inmensa entre ambas obras, entre sus formas evocadoras: origen y crecimiento, tiempo y realidad.

La espiral portadora de energía, que incluye en sus círculos nuestro pasado y nuestro porvenir, también la ha creado a ella: está en los trazos de su Autorretrato y en sus metáforas.

 

Matissedecía que un pintor debe cortarse la lengua y comunicar a través de las imágenes.

Pero el observador sabe que la palabra recién descubierta en el título de la obra artística, es como un interruptor que permite iluminar con mayor intensidad las formas para ver mejor, para ver más.

Autorretrato

La palabra dibuja ante mí un nuevo itinerario de lectura e interpretación de la imagen: las líneas, los colores, las formas y su distribución en el espacio empiezan a adquirir significados.

Lo primero que observo es la acción, consciente o inconsciente, de omitir detalles, de simplificar, de presentarse bajo una forma sencilla que constituye en sí misma el objeto del cuadro.

Pienso.

Así se nos quiere mostrar la autora. Estos son los colores, los trazos, las figuras que se ha seleccionado dentro del espectro de la geometría para sí misma.

Ella es la creadora y la creación, la que se ofrece como quiere ser vista. En la fijación de esa imagen no hay testigos, sólo la propia autora ante su ser y estar. El proceso comunicativo se da inicialmente en ella, que es a la vez emisora, mensaje y receptora.

Después el proceso receptivo se abre hacia nosotros, se diversifica en nuestros contextos tan especulativos como la propia imagen.

Lo segundo  que me llama la atención es la figura geométrica que enfatiza la autora: el óvalo. Un óvalo en cuyo interior además se duplica. Junto a esta figura ovalada aparece el círculo, también duplicado, o esas curvas dinámicas, mecedoras en la parte inferior, que el color también duplica en rojo y amarillo.

Esa duplicidad de formas en la composición de la pintura da sensación de tiempo y nos pide que, como receptores activos, completemos la historia, compartamos con ella la realidad simbolizada.

La autora se autorretrata en el lienzo. Son trazos imperfectos, pero penetrantes y concisos. La huella de la brocha es también la huella de su mano, de la mano que crea y se crea.

Con un trazo vertical se sitúa en mitad de la mudez del marco. En esa línea de fuerza está  presente también el círculo, el núcleo como hemos visto en el átomo y en la célula, en la galaxia y en el sol.

Todo lo que existe organizado en torno a un centro, incluido el ser humano.

Esas formas, significativas por sí mismas, duplican su sentido en el espacio que delimita el marco. Lo blanco, lo silencioso, tal vez lo místico, es lo que acoge sus gestos, sus voces, su lenguaje.

La elección de significados es intuitiva, que no quiere la aprehensión sólo pictórica de la obra de arte, sino también discursiva, verbal, poética. Quiere suscitar más preguntas y preguntar abiertamente a la obra que las genera.

Buscar  el intercambio, ese feed–back que crea expectativas y silencios, reflexiones y ausencias, comunicación.

La primera metamorfosis se da en las imágenes, por supuesto, pero también en el texto. Esa metáfora pura, abiertamente polisémica, es la silueta del individuo ausente. Porque no es su mundo más obvio lo que vemos, no es su yo más externo. Es otra cosa.

En el poema Supuración del alma, de Carlos Marzal, leemos:

 

Para adquirir su esencia, el alma debe

renunciar a su estado vaporoso

y en el nombre del arte hallar su forma.

Para que el alma se haga manifiesta,

para que asome, cierto, nuestro espíritu, debe dejar la carne a su abandono,

y hacerse carne misma por un acto.

Así trasciende a la cumbre de ser obra,

cuerpo fuera del cuerpo, mundo aparte,

extraña realidad donde ser otros,

sin por ello dejar de ser los mismos.

 

Como el brote de una planta que despierta y en un instante se abre a la luz, así es el nacimiento.

Una vida contenida en otra.

Úteros, tierras, océanos en cuyos interiores se origina el huevo, la semilla de una nueva existencia. Pueden desplazarse hacia arriba o hacia abajo, indiferentes a las latitudes, pues nacer es desafiar la gravedad.

Como algunas flores buscan la verticalidad de su alimento, así la mujer se yergue sobre su propio cuerpo consciente y anda

o vuela

como le gustaría a Oliverio Girondo:

... no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar pierden el tiempo las que pretendan seducirme!

 

            Pero además, algunas plantas como ésta no anclan sus raíces a la tierra. Es una flor de aire, una mujer de aire que en cualquier momento puede plegarse por la mitad y echarse a volar por el espacio en blanco que la acoge, un espacio en el que desplegar sus alas.

La artista se camufla. Tras una máscara o un disfraz.

A lo mejor es una de esas diminutas motas de polen que viajan por el aire y llevan en sí la larga vida del árbol. O tal vez el germen de un pez que halle su máxima extensión agitándose en el agua.

Sea éste acuático o aéreo, el espacio que la contiene es claro luminoso, trascendente, y en ese espacio, la materia principia el vuelo desde el instante mismo de la creación.

En el fragmento Isla de José Ángel Valente leemos:

 

Salir del tiempo.

Suspender el claro corazón del día.

Ave.

Palabra.

Vuelo en el vacío.

En lo nunca posible.

 

En esos espacios, el ser humano se expresa concreto y abstracto al mismo tiempo, consciente de sí mismo, de su forma.

En versos de Valente, del fragmento  Sobrevolando los Andes:

 

Animal extendido

sobre la duración,

agazapado más allá del tiempo y de los tiempos

o mas allá de dios.

Materia.

Madre

del mundo.

Erguido seno blanco

que toca el cielo o que lo engendra

y hace nacer la infinitud.

Apenas

existimos en ella un breve instante.

 

La segunda metáfora  conecta la pintura con el Ojo de la Sabiduría. Un amuleto islámico que presenta el ojo como una puerta espiritual, de forma almendrada, que conduce al alma, al círculo. En su interior, hay un círculo más pequeño que es el centro espiritual del individuo, el receptáculo del conocimiento divino. El ojo une el mundo material exterior a la vida interior del espíritu. Y puede considerarse el camino hacia la sabiduría y la iluminación. Puede influir y transformar nuestra visión del mundo, creando un espacio ilimitado, de consciencia cósmica o unión mística en la tradición cristiana. Un espacio en el que las imágenes interiores son despertadas a una nueva vida y se funden con las que entran por vez primera, generando un sentimiento de intemporalidad e infinitud.

La mujer nace como un ojo activo, y, por su iris, absorbe la vida hasta ser río, que crece o mengua, entre sus pliegues, transcurriendo.

Esa versatilidad le hace ser portadora de la vida, capaz de contenerla y de ofrecérsela al sol, pues sabe genéticamente que nunca será su suya, porque ocupa otro espacio con su nueva materia.

La tercera máscara nos lleva a la mandorla. Dos círculos se cortan para crearla. Este símbolo mágico representa la interpenetración de los mundos material y espiritual. Pero aquí no contiene la figura de Cristo, el Pantocrátor que bendice con gestos amenazantes al hombre y manifiesta el poder de Dios. En la pintura de la artista, la mandorla encierra a la mujer, sintetizados sus gestos, simplificadas sus líneas.

Desde Nietzche, el ser humano es su propio dios, el único heredero de todo el mundo, el único que puede abolir las barreras entre el sujeto y el objeto, en palabras de Albert Hofman.

Esto se puede conseguir efímeramente a través del viaje enteógeno, pero también de la meditación o de la unión mística. Esa experiencia visionaria no es una ilusión de los sentidos, sino la revelación de otro aspecto de la realidad.

La cuarta metáfora evidencia que la analogía de la verticalidad con lo masculino es una creación masculina que perpetúa el tópico.

En el centro de la imagen, la autora nos ofrece su columna vertebral.

En ese eje están los chakras, esas zonas de energía que la filosofía hindú sitúa siguiendo la columna, desde la coronilla hasta el coxis. Cada chakra está relacionado con una función física concreta y con un estado mental o emocional.

De los siete chakras, la autora enfatiza dos:

El plexo solar, que es el centro de la composición, y que se relaciona con la confianza, el poder personal y el instinto visceral.

Y un poco más abajo, el chakra raíz, que se relaciona con la supervivencia física y la distribución de energía en el organismo.

Por ese trazo vertical se observa un matiz naranja que la recorre a trazos, entre el gris. En la simbología de los colores, el naranja es un color positivo. Otorga confianza en las propias fuerza y potencialidades. Es el más realizador del espectro.

Además, ese eje vital, ese órgano es el que dormita el satori budista, la kundalini, esa energía cósmica que lleva a la transfiguración, a la iluminación.

Alrededor del cuerpo físico, algunas personas son capaces de percibir sus cuerpos sutiles, las diferentes cualidades del campo áurico: cuerpo etérico, más cercano a lo físico, el emocional y el mental.

El primer cuerpo sutil es un aura gris, en contacto con la columna, con lo físico. El color gris es el orden, la minuciosidad, la seguridad emocional, aunque también el criticismo y el desánimo.

El siguiente cuerpo es el azul, que recoge lo sereno, lo introvertido y cauteloso. Se le asocia una gran capacidad  de adaptación y lealtad.

El azul es también lo infinito, símbolo del universo y del océano, con toda su magnanimidad. Para los mayas son lo mismo, un continuo espacial. En ambos la mujer halla su hueco, su espacio imprescindible.

 

Simone Kuoni lo expresa así en un hermoso haiku:

 

Si me hago a mar

Si me hago amar

Soy océano

 

En su Autorretrato, Vicky Civera ha derribado intuitivamente la frontera que separa Oriente de Occidente, razas, lenguas, sexos, religiones, mundo exterior y mundo interior.

Así ha creado una imagen sincrética, capaz de contener una síntesis transcultural. Como esa fusión vital que aportan a la autora Saro y el Soho de Manhattan.

 

Para cerrar el círculo interpretativo, después de la máscara, la metamorfosis, la metáfora...

Llegamos al espejo, a la idea del doble que también está en el cuadro. El espejo refleja una simetría orgánica de las formas. Su juego es el de la realidad y la representación. Lo que somos y lo que los demás creen que somos. Lo que aparentamos ser y en realidad somos o lo acabamos siendo.

En este espacio lúdico, la representación se pliega por la mitad, se dobla, y, como una mariposa, emprende el vuelo.