Exposición

El arte que conecta

El Museo del Prado en Santander

13.11.2024 - 08.12.2024

MAS, c/ Rubio 6


Exposición

JOSÉ GALLEGO

Dibujos transitivos

25.10.2024 - 12.01.2025

c/ Rubio 6, Santander


Vista general de Iñaki Pinedo.

Evento/aluCINE

Iñaki Pinedo. "En la línea del horizonte"

26.11.2024 19.30h

Documental sobre Roberto Orallo


Vista general de Talleres didácticos

Evento/Talleres didácticos

Talleres didácticos

06.11.2024 - 19.12.2024

Noviembre y diciembre en el MAS


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Calendario de actividades

Publicado en la web un calendario con los eventos organizados en el MAS.

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Reapertura del MAS

El MAS reabre sus puertas después de las obras de reforma con una selección de sus mejores obras.

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Presentación libro "MAScolecciones2021. Catálogo sistemático"

Viernes 24 de noviembre de 2023

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Carlos Alcorta

CARLOS ALCORTA

(Torrelavega, Cantabria, 1959)

 

Poeta. Fue codirector de la colección poética Scriptvm y de la revista Ultramar. Premio Alegría de Poesía (1997) y Premio Hermanos Argensola (2003). Entre sus publicaciones destacan Trama (Algaida, 2003) y Corriente Subterránea (DVD, 2003).

 

La mirada que cuenta (Desnudo)

Si hiciera caso a la extemporánea afirmación de Andrés Trapiello en su último diario publicado, Siete moderno, cuando dice que “de pintura, en serio, como de casi todo, más de cinco minutos no se pude hablar de verdad, porque el peso de esa verdad nos aplastaría a todos” o a esta otra, mucho más inquietante de Georges Bracque cuando afirma que “en pintura, lo único que vale la pena no se puede explicar con palabras”, el texto que a continuación les voy a leer no hubiera sido escrito o, de haberlo sido, buscaría voluntariamente la brevedad y la ligereza. No he seguido, como ustedes comprobarán, ninguna de las recomendaciones iniciales, aunque ciertamente no he buscado en estas líneas esa presunta seriedad que muchas veces utilizamos como sinónimo de profundidad. Y hablando de ella, de la profundidad, quiero entrar en materia, porque al fondo de un silencioso pasillo escasamente iluminado que recorremos casi atemorizados, en ese lugar de nadie, nos espera el lienzo, callado, inmóvil, con esa serena luz que emana de sí mismo, interrogándonos, poniendo a prueba nuestra templanza, nuestra capacidad de imaginar un destino, un principio vital, porque en ese fragmento de vida enmarcada comienza y acaba todo. De aquí nacen las palabras y aquí deben hallar su fin. Nada de lo que rodea el cuadro nos interesa, ni la proximidad de otras obras más audaces, ni el color de las paredes, sólo lo que refleja un modo de pintar, que es también un modo de vivir, debe atraer nuestra atención. Centremos pues la mirada en lo pintado.

La mujer desnuda situada en una esquina de la habitación, en el vértice que forma la unión de dos tabiques, junto a una ventana sin marco ni cristal -mejor sería decir, un simple vano en la pared- que sirve de engarce, de vínculo necesario entre el ralo paisaje exterior y la figura humana casi hierática que ocupa el interior, esa mujer es el eje gravitatorio de la representación, el espacio que la luz reclama para sí. La claridad no procede, como el pintor parece sugerirnos, de la ventana abierta, de las afueras sino de dentro de la habitación, del interior del cuerpo desnudo, de la belleza del alma. Resalta la contención escenográfica esa luz ocre que emana del cuerpo en contraste con los tonos grisáceos, plomizos tanto de la pared de la habitación como de las suaves colinas que nos  muestra un fragmento del paisaje como vía de escape, como punto de fuga. No sabemos -nos escamotea el autor cualquier referencia que verifique lo que escribo- nada sobre el argumento de la obra, si , por ejemplo, ha soportado la joven una tensa jornada emocional nocturna porque regresa de velar la agonía de un enfermo y, agotada por la visión del sufrimiento, prepara el baño para realizar su higiene personal antes de  acostarse o por el contrario, acaba de levantarse, quizá ha sufrido alguna pesadilla, no ha podido conciliar el sueño y se despierta como sonámbula para ver la primera claridad del día y, aunque ya es otoño, amanece templado, sin la lluvia de los últimos días que tan apesadumbrada le mantiene,  y la jornada que le espera no ofrece grandes atractivos, ni el incentivo espurio de pensar en un porvenir resuelto. Acaso no le apetece salir de casa o no sabe con qué ropa vestirse, por eso demora su desnudez por el cuarto aún o todavía en penumbra (desconocemos -y la porción de cielo que se nos ofrece no permite ir más allá de la conjetura-  si la luz es matinal o vespertina). El viento leve y perezoso que penetra por la ventana acaricia su piel, siente un pequeño escalofrío y recuerda, mientras mira ensimismada, el agua que acaba de arrojar en la bañera desde la vasija vacía que aún sostiene entre las manos. Pero claro es, tampoco sabemos qué es lo que recuerda, qué provoca la quietud, cuál es el misterio que guarda sólo para sí. Sólo podemos especular leyendo la imagen ahora a nuestro alcance. Acaso recuerda, porqué no, la caricia reciente, el tacto húmedo de una mano ansiosa, la pasión del encuentro amoroso, aunque desconfío de que la verdadera pasión pueda modelarse con instrumentos tan rudimentarios como la pluma y el pincel. Qué, si no es acertada la hipótesis del enamoramiento, puede provocar una expresión tan enigmática, ese estar como en las nubes que seduce y, a la vez, desnaturaliza todo sentimiento que queda fuera de la escena.

El efecto que nos trasmite un cuerpo detenido en esa postura no forzada es el de sosiego y tranquilidad. Podemos suponer que la muchacha lleva algunos minutos en la misma posición, con el cuerpo descansando sobre la pierna derecha y las manos acariciando, más que sosteniendo, el ánfora de barro que ha saciado qué sed. La cabeza levemente ladeada e inclinada sutilmente hacia el frente, los ojos casi cerrados, como si permaneciera aún adormilada, fijos en el horizonte cercano del agua en calma que también debemos imaginar, porque el pintor ha puesto fuera de nuestro alcance lo que la figura observa, nos ha ocultado lo que sólo él y la modelo conocen, estableciendo así un equilibrio entre lo conocido y lo por conocer; esos ojos que miran acaso sin ver, concentrados en el pensamiento y el rictus de la boca que confiere al rostro todo una hermética sabiduría, con una mezcla de sorna y resignación, que nos inquieta, porque puede ser provocado por la nostalgia, por la melancolía, por ese luto interior que nos viste el alma cuando padecemos la pérdida de un ser amado o, para mí casi improbable, por la certeza de un porvenir dichoso, resaltado todo ello por esa luz que trata de pasar inadvertida, que se recrea en los pliegues de la piel, perfilando las líneas, acotando el espacio de las sombras. Podemos imaginar una vez más que esa luz que emana del cuerpo sea una luz debilitada por la enfermedad secreta, pero aún así nos sirve como faro para la accidentada navegación de nuestro espíritu, aunque tal vez sea preciso cortar las alas al pájaro enloquecido que planea por la mente y escuchar las palabras que el propio Bernardo escribe sobre su cuadro: “Considero al Desnudo como concreción a mis aspiraciones una voluntad de forma -de rotundidad en el volumen ha controlado su realización-.(sic) En cuanto al color he huido de todo lo sexual -buscando la elocuencia racial en lo austero y sobrio-. Si algún lirismo fluye hallase contenido como lo restante del patos – en cierto orden geométrico”.

No es descabellado pensar que “el orden geométrico” al que alude sea el que le proporcionan las técnicas puestas de actualidad en las primeras décadas del pasado siglo por el cubismo. Éstas resultan evidentes en la angulosidad de las formas corporales no musculosas pero bien formadas, en la triangulación del rostro que persiste hasta el mentón, en la sobriedad de la composición -aunque esta sobriedad, por su falta de ruptura, por su continuismo, remita a conceptos anteriores a los que impusieron las vanguardias- en la claridad indulgente que envuelve como con papel celofán la figura humana, en el desafiante cóctel de tristeza y deseo, de desamparo y placidez, en la postura del espectador que contempla sin disimulo ni fingimiento la abstraída soledad ajena, el mitigado enardecimiento de la carne.

La piel tersa, sin arrugas, los senos erguidos y firmes, el vientre liso, los delicados y elásticos brazos, los muslos vigorosos delatan a una persona joven, satisfecha de mostrarse tal cual es, con su belleza intrínseca. De ahí que no necesite abalorios, pulseras o collares para realzar esa piel que en sí misma posee la perfección del más puro diamante. Aunque cabe también dar pábulo a otra posibilidad, esta vez más convencional, acaso, por la época en la que está pintado el cuadro (1930) y por el estado general de la escena, más creíble. Cabe pensar que la ausencia de cualquier adorno, el vulgar recogido en el peinado o las uñas de los dedos sin pintar no sea otra cosa que la clara escenificación de la pobreza, pero de una pobreza digna, asumida con humildad y con orgullo. Penuria que, como decíamos, es palpable si observamos con detenimiento los desconchones de las paredes provocados acaso por la humedad, los brochazos que tratan de disimularlos y que, gracias al color distinto de lo reciente, evidencian aún más lo rudimentario del emplasto y realzan la carencia de elementos decorativos que hagan más acogedora la estancia. También el hosco y asordinado paisaje que el ventanal nos muestra induce a pensar en unas tierras improductivas, en un entorno rural en decadencia. Esas colinas desarboladas de colores grisáceos  -esas “laderas sin cabañas, cimas sin nombre” de las que habla Rilke en el Libro de la Pobreza y de la Muerte- que se superponen formando una especie de escalera truncada hacia el cielo delimitan el espacio que queda para una esperanza a la que, significativamente, la figura  da la espalda, como si todo estuviera ya perdido y la resignación, sutilmente expresada con esa presunta sonrisa, fuera el único argumento para seguir viviendo. Si es cierto, como dice Lucien Freud, que “los pintores que utilizan la vida como tema de sus obras, que trabajan con el objeto delante o lo tienen constantemente en su mente, lo hacen para traducir la vida al arte casi literalmente” debemos suponer que Ricardo Bernardo nos ha querido mostrar en este cuadro la serenidad de la modestia, la belleza de un acto elemental próximo a su universo cotidiano, elevando a categoría de símbolo una parte insignificante de su memoria personal. Y para ello no ha utilizado la carnosidad tenebrosa de los cuerpos retratados por Freud, ni la línea clara y colorista de Alex Katz, ni la incertidumbre desolada que revelan los personajes de Hopper. Podríamos hablar de una sabia mezcla de fragilidad y misterio, de lucidez y vulnerabilidad que pone en manos del espectador el destino final de tal alegoría: compartir los secretos del alma que sólo a través de unas limitadas apariencias podemos vislumbrar, atesorar en la mirada ese instante inmóvil, inalterable, ese tiempo sustraído a la demolición que el tiempo practica en todo cuanto toca, porque acaso dentro de unos años, quien les habla, con ojos aún más cansados, contemple de nuevo esta figura en la que permanecerá la misma inflexión de la luz, idéntica tensión interior, aunque ya no sea capaz el espectador aturdido que sin duda seré, de franquear la frontera invisible que toda ensoñación traza  en la mente, porque la belleza es inmutable – inefable, diría el poeta Paul Valery-  en el soporte que nos la muestra pero se modifica, se regenera en los ojos de quien la contempla, en la mirada de la época que la evalúa y , si es cierta la teoría que defiende el físico Vlatko Verdal cuando afirma -siguiendo quizá sin saberlo las teorías poéticas de T.S. Eliot- que el presente influye en el pasado, en la tradición que la sostiene.

Coloco en el estante el exhaustivo catálogo de la exposición que  tuvo lugar en el otoño de 1997 en este lugar en el que nos encontramos. Por la ventana el sol es una mancha tímida que lucha por demorarse. Desde la calle llegan los gritos entusiastas de los seguidores de un equipo de fútbol celebrando un gol que anuncia la victoria en el partido. Pronto oscurecerá y el silencio se adueñará de nuestras ilusiones, de nuestras conciencias, pero el cuadro seguirá fluyendo a través del tiempo y la memoria de los hombres que lo contemplen en el futuro, desconcertados quizá por un nuevo emplazamiento que modifique la densidad de la luz, el tono de las sombras, la textura del silencio, pero sin duda conmovidos por la perdurabilidad consustancial al arte, porque un Museo no debe ser  solamente un edificio con muchas habitaciones llenas de cuadros de distintas épocas, de diferentes autores, sino un espacio vivo que emocione y modifique el ánimo de sus visitantes. De este poder de transformación dependerá sin duda la intensidad de su permanencia.