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Viernes 24 de noviembre de 2023
Mientras el expresionismo evolucionaba rápidamente con nuevos efectos de iluminación, decorados más perfectos y, en algunos casos, escenarios naturales, surgió otra corriente dentro de la escuela alemana, una reacción realista inspirada en las experiencias escénicas desarrolladas por Max Reinhardt en el Kammerspiel o Teatro de cámara. Se trata del Kammerspielfilm, que abandona los temas fantásticos y los decorados expresionistas, para intentar una aproximación al drama cotidiano de unos personajes sencillos, inmersos en un espacio reducido, la modesta vivienda, que, sin más atributos, adquiere aquí un carácter claustrofóbico. Esta propuesta fue impulsada, en gran medida, por la labor del guionista Carl Mayer, cuyos dramas resultaban a veces simplistas y algo teatrales. Directores importantes se sintieron atraídos por esta corriente del expresionismo, en la que aportaron al cine alemán algunas de sus más grandes obras cinematográficas.
Tal es el caso de F.W. Murnau, que con El último (Der letzte Mann, 1924), condujo con talento al cine alemán del expresionismo al más puro realismo social. Considerado uno de los films más célebres de todos los tiempos, su fama se hace depender de dos memorables hallazgos, legados a la posteridad del séptimo arte: la ausencia de carteles, esto es, la maestría de su continuidad visual y el uso de aquello que los alemanes denominaron entfesselte Kamera o «cámara móvil». En realidad, la simplificación que supone esta selección de trazos es más que notoria: por una parte, la tradición del Kammerspielfilm ya había suprimido la práctica totalidad de los carteles, de modo que, aun si el film de Murnau da un paso hacia adelante a este respecto, tampoco parece esto un motivo tan original para ascenderlo al rango que hoy posee. En lo que respecta a la segunda cuestión, aun reconociendo que Karl Freund hace un uso novedoso de la cámara, suspendiéndola ora en un rail, ora llevándola atada a su pecho durante algunas secuencias, y admitiendo incluso que este aparato, antaño fijo, no cesa de moverse mediante panorámicas y travellings, también parece exagerado suponer que la contribución de Der letzte Mann se reduce a estos rasgos. Y es que, en efecto, es la cámara la que está en juego en el film, como también lo está esta capacidad visual universalizante. Ello queda revelado por el éxito comercial del film en Estados Unidos. No obstante, estos factores representan una actitud ante el principio del montaje. Y es que Der letzte Mann se presenta como un lugar privilegiado donde estudiar aquella fractura que se produjo en el cine alemán hacia mediados de la década y, por esto, resulta útil referirlo tanto al modelo teórico que comienza a entrar en decadencia como a los procedimientos que muy pronto serían, poco importan ahora sus diferencias sustanciales, códigos comúnmente aceptados en la «gramática» del montaje dominante.
Podría decirse que El último o Der letzte Mann prosigue la tradición del Kammerspielfilm: su propia trama evoca dramas intemporales, sus personajes poseen algo de esa pesadez propia de conflictos eternos; los primeros planos de sus rostros (en número de 24, a los que cabe añadir 36 planos medios cortos) nos sumergen en un tiempo apenas mensurable. Y su protagonista, Emil Jannings, es desde luego un buen ejemplo de esta suspensión del gesto. Por demás, el lugar en donde esto se desarrolla es tan indefinido como el tiempo en que transcurre: una gran ciudad, un hotel lujoso, un barrio «humilde» más que obrero (tal es la incertidumbre social), unos personajes sin nombre, designados escuetamente por sus funciones, y todo el resto sujeto, asimismo, a la estilización. Todo ello contribuye activamente a hacer de Der letzte Mann un Kammerspielfilm al completo.