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Documento de trabajo del MAS que desde mediados de los noventa del siglo XX se desarrolla y actualiza de acuerdo a los nuevos contextos.
JOSÉ RAMÓN SÁIZ VIADERO
(Santander, 1941)
Es uno de los nombres indispensables en las últimas décadas de la historia de la cultura en Cantabria. Conferenciante, articulista, productor cinematográfico, antólogo, fundador de cine-clubes, periodista..., a sus espaldas tiene una ingente y variopinta labor como escritor e investigador. Entre sus libros pueden destacarse, por ejemplo, Guía secreta de Santander (1975),Conversaciones con la Mari Loli (1976), Crónicas de la guerra civil en Santander (1979), Crónicas republicanas (1980), Diccionario para uso de raqueros (1984), Cantabria en el siglo XX/2 (1988), Jesús Garay –cineasta- (1990), Infancia y juventud de León Felipe (1993), Una historia del cine en Cantabria (1999), Historias de brujas (2001)...
Las mujeres de la vida: una alucionación real en la creación solanesca
Para aquellos que crean en la importancia que el albur tiene en la vida de las personas y también en la orientación de las cosas, hemos de recordar que tal día como hoy, 28 de febrero (pero referido al año 1885), nació en Madrid el pintor y escritor de origen cántabro José Romano Gutiérrez-Solana Gutiérrez-Solana Gómez de la Puente y Montón de Abril. Era domingo y, para más señas, domingo de Carnaval, lo cual no deja de ser chocante tratándose de un autor tan volcado hacia las celebraciones de Carnaval, las cuales aparecerán reiteradamente diseminadas por toda su obra, bien sea plástica o literaria.
La casualidad ha hecho que comencemos este ciclo denominado "Alucinaciones" precisamente un 28 de febrero, a la manera de mejor homenaje a un creador que vivió toda su existencia como un auténtico alucinado, influido por la fuerza de un temperamento que llevaba inoculado el virus de la consanguinidad, y sometido al don de la ebriedad que, en más de una ocasión, le obligó a tener que tratarse de las consecuencias derivadas de un delirium tremens de carácter etílico.
Y dentro de esas alucinaciones sitúo yo su decidido interés mórbido por las prostitutas y su entorno, reflejado de paso en los escritos de las escenas callejeras madrileñas y también en algunos viajes por la periferia que luego aparecerían reseñados en su "España negra". Pero donde de verdad queda bien patente su pasmo ante las mujeres de la vida es en la pintura, primero, y en la utilización de la técnica de aguafuertes, después. Precisamente el aguafuerte que con este título contemplamos hoy, propiedad del Museo de Bellas Artes de Santander, es resultado de sus asiduas visitas a los lupanares y de la atracción que las pupilas ejercieron hacia el pintor quedando permanente en una parte de su obra.
Evidentemente, como suele ocurrir en tales casos, la utilización de coimas para figuración de sus cuadros no se hace a título de simples modelos, sino más bien es producto de la frecuentación de burdeles, mancebías y demás casas de trato que tan arraigadas permanecieron en el seno de la vida social española hasta su desaparición oficial por decreto en mayo de 1956. Solana, como soltero de su época, fue uno de tantos clientes de esas damas a las cuales el uso de cierta elipsis ha encubierto metafóricamente bajo la denominación de postulantes del oficio más antiguo del mundo, pero que Camilo José Cela ya en la década de los pasados sesenta llegaba a acumular hasta más de 1.100 sinónimos referidos a las mismas y su dedicación, resumiendo de una forma magistral a sus portadoras con sólo tres palabras: izas, rabizas y colipoterras.
Creo que las salas de este Museo que ahora nos alberga no temblarán si a estas alturas del siglo XXI, cuando las televisiones y revistas del colorín de nuestra cultura de masas ensalzan el puterío como una de las formas más decentes de ganarse el condumio y a la vez sobresalir en los aledaños de la villa y corte -cosa que ha venido sucediendo, por lo menos, desde antes de Cervantes hasta ya-, desmenuzamos un poco el sabor que el loco Solana, acompañado de su no menos desquiciado hermano, encontraba entre estos ambientes de quicio cuando se encontraba un tanto salido de su propio juicio. Lo cual no dejaba de ser frecuente, sobre todo durante el Carnaval madrileño y el. Viento sur santanderino.
Y hago la pertinente referencia a este Museo porque no podemos ni debemos olvidar que director del mismo hubo (admirador de Solana, por más señas) que por un quítame allá ese coño castigó de espaldas a la pared a un desnudo debido al magistral pincel de Martín Sáez, y todavía unos cuantos años después cierta edil amenazó con retirar de las paredes las obras más procaces por su posición exhibicionista de Francisco Iturrino. Por lo tanto, existen unos antecedentes que, al menos de vez en cuando, deben hacernos tentar la ropa... por do más pecado había. Y, en cualquier caso, para curarme en salud, si alguna persona entre las presentes, bien sea por su condición núbil o como consecuencia de padecer los trastornos propios del estado de pureza que nadie está exento de atravesar, pudiera sentirse escandalizada por lo que aquí se diga, considerándolo impropio de aquello sublime que corresponde a la expresión artística, yo le ruego que tape sus oídos durante los pocos minutos que va a durar esta divagación, con el fin de que no le lleguen con toda su dureza informaciones procedentes de la vida cotidiana, del lado impuro de la existencia de gentes de la mala vida, de aquellos que disfrazan sus veleidades más cotidianas mediante la dedicación a la pintura considerada como una de las bellas artes.
Pero, prosigamos, mosén. El de "Las mujeres de la vida" -obra, que, como si de una parábola acerca de tal condición se tratara-, es uno de los diversos títulos que ha recibido en su peregrinaje por exposiciones, y ya tuvo un precedente en un óleo anterior de igual denominación y con el mismo encuadre y personajes. El óleo se corresponde con los años 1915-1917; contaba entonces Solana alrededor de la treintena y entraba de carrerilla a aliviarse los bajos en cualquier mansión dedicada al trato, sabiendo lo que en caso de fatal descuido podía adquirir sin necesidad de pagar por ello ningún extra: la sífilis, el chancro y las purgaciones de garabatillo, que en los tiempos en que el Dr. Fleming aún no había puesto en circulación la penicilina tenía difícil curación, la primera, y las otras eran aliviadas mediante dosis de permanganato y las visitas a los doctores de la madrileña calle de Postas, recomendados en los mingitorios vespasianos diseminados por la capital de España, y rotulados también en los letreros colocados en los urinarios de los cines de la calle Carretas y plaza de Tirso de Molina, hoy desaparecidos muchos de los segundos y considerados auténticas joyas del graffiti literario los primeros.
Si Solana no poseyera unos antecedentes familiares repartidos en sus venas tales como su madre loca, su hermano Luis loco, su tío Florencio Cornejo loco, y algunos otros parientes de no lejano grado sumidos en las profundidades de la depresión continua, bien pudiéramos pensar que su proclividad hacia el lado negro de la existencia, su búsqueda de los aspectos más sórdidos, su mezcla de la religión, la superstición, la muerte y el sexo, bien podían deberse a la posibilidad de haber adquirido durante la práctica del amor a escote alguna derivación malsana de la blenorragia que afectaría de forma negativa a su cerebro, al contagiarle cualquiera de las enfermedades que la coyunda frecuente e indiscriminada, sin la pertinente utilización de la práctica higiénica de los preservativos, amén de los lavajes que celosamente recomendaba el maestro Cela, para antes y después del coito, y que a nuestro vate Felipe Dosal, autor a la vez de encomiadas traducciones de la obra de Paul Verlaine y de sentidos cantos a los remeros de Pedreña y a Rosa, la gallega, de la cual fuera cliente cotidiano y a veces reincidente -tal era su potencia, incluso ya en los albores de la ancianidad- sobre su piltra de la calle Arrabal, pero que al poeta y bibliotecario Dosal, digo, le llevaba a extremar el celo preservador mediante el acompañamiento de un maletín en cuyo interior guardaba una sábana con un agujero solitario -recuerdo de una escena de "El gatopardo" viscontiano, si es que ya se había estrenado- junto a una pera rellena con agua oxigenada repartida por sus partes pudendas antes y después del acto, a la vez que purificaba el clima nacido del pecado con la exhalación de ambientadores de diversa índole.
A Solana las feministas de hoy en día le hubieran perseguido a cantazos por las calles de cualquier ciudad. Ya en su tiempo algunos voces se alzaron para denunciar cierta misoginia de nuestro hombre, circunstancia que considero no fuera más allá de una exageración simplificadora. Solana acudía al tema prostibulario de la misma manera que le gustaba retratar a las señoritas toreras -antecedente de las luchadoras en el barro o en la espuma, en alguna discoteca de moda-, y las mondas calaveras y los solitarios cementerios y las lúgubres procesiones. En suma: todo aquello que para cualquier mente racionalista, ahora llamada progresista, pudiera resultarle decadente y más propio de la España heredada de unos mayores algo enfermos del coco. Aquello mismo que en sus novelas Galdós denunciaba y Baroja recriminaba, para la pluma y el pincel de Solana era digno de ser trasladado al papel y al lienzo, como restos de una formas de vida que se encontraban unas veces más allá de la puerta pero otras en la propia habitación.
A cualquier contemplador imparcial le hubiera parecido insolente el retrato concebido por Solana, pero él se sentía desolado pensando en la España moderna, destinada a prescindir de algunos de los elementos que conformaban la rutina de la propia existencia, con los cuales se sentía muy acompañado y bien a gusto. Me comentaba a menudo la protagonista de mi libro "Conversaciones con la Mary Loly" (1976), cómo muchos de sus "cabritos" -clientes de toda la vida- buscaban, haciendo uso de los servicios prestados por la misma prostituta, la seguridad y hasta el aburrimiento que denostaban en la vida conyugal quizás insana.
Solana retrata a estas que denomina también "Mujeres del arrabal" o "Las chicas de la Claudia" en sus diferentes versiones, como putas mozanconas que le recuerdan a las criadas de servir que tanto menudearían en el transcurso de su vida infantil, desarrollada en una mansión de grandes posibles y muchas dependencias que atender; las muchachas con las cuales se ejercitaron las primeras ínfulas amorosas de los niños-bien y las incontinencias graduales de los señores de la casa, hasta que los resultados de una gravidez evidente en el seno de las fámulas las arrojaban fuera del hogar señorial, buscando refugio para su subsistencia en las casas acreditadas de la calle de Ceres -en Santander en Ruamenor, Arrabal, Río de la Pila, y el chalé de "la Maria Luisa" en El Sardinero, para los clientes de prosapia-, antes de echarse en Madrid a hacer las aceras de la calle Montera, o en Santander las gasolineras de los jardines de Pereda.
Sería preciso subrayar que Solana, quizás inconscientemente o como fruto de su trato carnal pero también de su relación oral (dicho sea esto en su concepción más verbal) con las mujeres de la vida, ha sabido distinguir entre putas y prostitutas. Porque de putas, en el sentido peyorativo del término, serían tratadas -antes de la creciente igualdad de comportamiento entre los sexos- aquellas féminas que mantienen una libido debidamente desarrollada que las lleva a ejercer su pasión sexual con la misma indiscriminación y similar frecuencia que los varones; mientras que prostitutas son las que se dedican al oficio de ofrecer placer sexual a cambio de un estipendio debidamente ajustado a priori, incluso desembolsado con anticipación por si el cliente no queda satisfecho o, a la postre, carece de numerario. Lo cual no significa que las primeras no aniden en las ramas de las mancebías más o menos reconocidas, o que las segundas no gocen plenamente con aquellos clientes capaces de buscarles las cosquillas o que las arranquen el tilín, algunos mantenidos como sus chulos y macarras.
Pero el lenguaje es todavía enormemente machista, por haber surgido de las academias misóginas y putañeras, en las cuales la presencia de las faldas quedaba reducida a las vestidas por aquellos dómines de mayor o menor rango y botafumeiro. Mientras que a Isabel II se la echaba en cara -con la consabida moderación, al tratarse de un personaje regio- las veleidades carnales promovidas, dicen, por su exasperación ante un marido Francisco de Asís, que sólo utilizaba la minga para hacer chis, a su nieto Alfonso XIII se le ha aceptado la persecución tanto de las damas de tronío como las doncellas de palacio, que desembocó en su conocida alternancia entre dos hogares: el de la reina Victoria Eugenia, a la cual desdeñaba por una pretendida halitosis, y el de la cómica Carmen Ruiz Moragas, divorciada de torero mexicano, a la cual retiró de la escena, puso piso en Madrid y la empreñó de algunos gérmenes de vida: entre ellos, harto sabido es que ha sobrevivido hasta nuestros días el conocido como Tío Leandro.
Solana es machista en la misma medida que su sociedad lo era. Buscaba en el placer rápido concedido por mano femenina y mercenaria aquello que él mismo necesitaba para asegurar su propio equilibrio -ya es mucho decir-, y no estaba preparado para conseguirlo de otra forma. Se asegura que Don José tuvo varias novias, una de las cuales vio cómo su relación formal acababa de forma contundente mediante un duelo a bastonazos entre el pintor y el hermano de aquélla. Solana seguía la norma que luego ha convertido en consejo literario el escritor Jesús Pardo para la burguesía santanderina: si quieres casarte hazlo con alguna hermana de tu amigo: será infollable, pero nunca impresentable. Solamente que aquel amigo suyo no debía tenerlas todas consigo, respecto al porvenir del frecuentador de sórdidos ambientes y degustador de vino peleón en tascas y tabernas. Y le respondió con las mismas armas esgrimidas por un joven Marcelino Menéndez Pelayo cuando discutió con alguien de su entorno por la posesión de unos volantes de fru-fru, mediante un duelo a paraguazos; porque el bastón, conocido es que lo utilizaba como discreto recipiente del anís al que era bastante aficionado en su madurez.
De otra de las novias de Pepe Solana se dice que rompió con él al recibir uno de sus cuadros en calidad de regalo. No pudo soportarlo. El pintor de aquellas atrocidades, para el buen gusto de una burguesía que todavía se bañaba en los búcaros de Camoyano, no parecía persona de fiar. Así que las circunstancias le arrojaron a seguir amortizando el costo de la incontinencia sobre las mozas de partido de aspecto robusto, pelo en pecho y hasta roña en las rodillas: nada parecido a las ambiguas expresiones que luego pintaría Martín Sáez, ni a las sublimadas maritornes recogidas durante su exilio parisino por el torrelaveguense Eduardo López Pisano.
No hay más que contemplar a la figura de la izquierda de "Mujeres de la vida", dotada de unos pechos que más bien parecen cantimploras rellenas de buena leche. No aparece por ningún sitio el aspecto enfermizo, avejentado, escuchimizado, muy propio de la literatura más decadente del ya nombrado Cela. Son mujeres de arranque, que tienen nombres de guerra como el de "la Manca de Tetuán", una suicida que ejercía en cualquier pueblo de la provincia de Zamora, con un sí es si no es varonil en su aspecto, sin llegar de pleno al travestismo o a ser virago: Benito Madariaga ha escrito que la situada a la derecha tiene el rostro de un amigo de Solana; seguramente de tan artística, a la vez que elíptica, manera quiso convertirle en furcia para toda la vida.
Los nombres de las mujeres de Solana no parecen recogidos de su larga estancia santanderina, porque se nos antojan mucho más arrabaleros y turiferarios que los que acostumbran a utilizar las prostitutas del Norte, donde suelen hacer valer su procedencia, como "la Cordobesa", "la Maña", "la Asturiana", "la Gallega", "la Catalana", o se buscan otros más sonoros y que nos recuerdan ciertas habilidades necesarias para ejercer con algún éxito la profesión, como "la mano eléctrica", "la culo eléctrico", "la tetas de agua", "la cacahuesín", o, aquel de un personaje que fue muy famoso y cuyo mote no hacía en modo alguno justicia a su personalidad recia: Amparo "la Marrana"; mientras que "la Ojo-piedra" parecía ser ella misma un auténtico personaje solanesco, lo mismo que "la Claudia", la vieja alcahueta que, después de haber sido utilizada por Solana (en 1915-1917), sería trasladada al papel de imprenta en el libro "Hampa" por la gracia del poeta José del Río Sainz y los trazos de Pancho Cossío.
El aguafuerte que ahora contemplamos está datado entre 1932-1933 y cierra el ciclo de prostitutas que el pintor abrió en el año 1906 y que llegaría a sumar alrededor de dos docenas de obras, entre bocetos, cuadros y grabados. En un óleo de Solana titulado "Las chicas de la Claudia" (1929), aparece al fondo la dueña de igual nombre devenida en madame, ya sin nada de su pasado esplendor. Más que dueña de un conocido prostíbulo parece la alcahueta de una casa de citas de medio pelo, a pocos pasos de convertirse por edad en la palanganera de los tabancos de provincias, siempre dispuesta a ganarse una propina cuando escucha el grito de "¡Agua al cuatro!" o le encargan un recado aquellas pupilas que tenían vedado acercarse al centro de la ciudad sin portar el salvoconducto extendido por la autoridad pertinente. No tiene futuro, pero, a juzgar por su magro aspecto, tampoco parece adivinársele pasado glorioso alguno.
Como a Solana, quien después de padecer enfermedades diversas, a consecuencia de las cuales le hubieron de extraer todas las piezas de su dentadura, fue a parar a los brazos de la huesa y sus pertenencias más personales acabaron rematadas en cualquier tabuco del Rastro Madrileño, posiblemente entregadas por una criada rencorosa por no haber sido tenida en cuenta a la hora de hacer el inventario de las propiedades de un hombre que en vida soñaba con ser difunto, como mejor postura para contemplar cómodamente y sin tapujos a los demás.
Murió en junio de 1946.