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Documento de trabajo del MAS que desde mediados de los noventa del siglo XX se desarrolla y actualiza de acuerdo a los nuevos contextos.
MIGUEL IBÁÑEZ
(Puente Viesgo, Cantabria, 1960)
Poeta y profesor de literatura. Premio José Hierro de Poesía (1993). Colaborador de diversas publicaciones periódicas y libros, es autor del título Historias de dos ciudades (Devenir, 2004).
Paisaje de invierno
A veces, el sueño de la interpretación produce monstruos. Cuando el crítico, exégeta o el simple espectador se deja llevar por sus delirios interpretativos, a menudo emprende un viaje que lo lleva muy lejos de la obra original, hacia territorios en los que el artista nunca puso el pie. Confío en que ese no sea el caso en la presente lectura, pero si así es, les ruego que me disculpen y, sin tener demasiado en cuenta mis extravíos, me acompañen durante esta breve incursión en un paisaje de invierno.
El paisaje está partido en dos por un muro, como si lo atravesara una herida. Al otro lado del muro hay una arboleda densa y poblada, y tal vez ordenada. Podemos imaginar un parque cuidado, trabajado pacientemente durante años. A este lado, en cambio, unos pocos árboles escuálidos y deshojados plantan sus raíces en un suelo fangoso, y junto a ellos se retuerce un tocón de aspecto fantasmagórico.
El muro es una vieja metáfora de la muerte. Nuestros clásicos del siglo XVII -Quevedo, por ejemplo - la usaron para referirse a lo innombrable. Es importante advertir que nosotros, como espectadores, estamos situados en el exterior, y que el artista nos ha trasladado hasta ese exterior desde el que contemplamos la arboleda, el orden, la masa vegetal en la que ya no estamos. El pintor nos ha llevado hasta la muerte, y desde la muerte vemos ahora la vida tal como se contempla con los ojos de la muerte: oscura, compacta, densa, pero sobre todo inalcanzable, perdida en un tiempo anterior y en un espacio cerrado cuya lejanía, defendida por ese muro que el pintor nos ha hecho saltar, se presenta ahora ante nosotros como un verdadero más allá.
Hay un espacio y un tiempo de la muerte. Desde la vida podemos intuirlos, verlos reflejados en nuestro espacio y nuestro tiempo, y reconocerlos a pesar de su inestabilidad fugitiva, como si viéramos las nubes y el cielo reflejados en la superficie de una laguna. El arte es a veces esa laguna, y cuando nos asomamos a ella nos es dado atisbar una imagen de la muerte: la ondulación suave, la quietud a punto de romperse y la calma frágil de lo que se insinúa, lo que está más allá de la observación.
Los mejores artistas, los más precisos, son viajeros y guías hacia ese otro mundo. Cuando vuelven, nos hacen descripciones, trazan mapas, nos cuentan con imágenes auditivas o visuales lo que han visto, lo que han oído. Gracias a ellos podemos tener una cierta intuición geográfica del reino de la muerte. Si no sabemos como son esas tierras extrañas, al menos podemos hacer conjeturas. Y aunque esas conjeturas pueden ser falaces, pues los límites de nuestra percepción son también los límites de nuestra sabiduría, no dejan de estar iluminadas por una luz oculta.
En este cuadro, el pintor ha viajado por nosotros, ha explorado el paisaje de la muerte y después nos ha conducido hasta ese paisaje. No hay figuras humanas, no hay nadie, porque ahora estamos en el reino de la negación. Sólo ese tocón retorcido que alza sus ramas como brazos en un gesto de horror o de amenaza nos recuerda vagamente una figura humana, pero se trata de una humanidad deformada, esperpéntica. Su inclinación atormentada y su crecimiento truncado contrastan con la serena esbeltez de los árboles que se elevan hacia el cielo. Tal vez debamos interpretar esto como otra metáfora: el violento horror de la humanidad ante la muerte frente a la calmada aceptación de la naturaleza.
Hemos franqueado el muro, ese muro que divide el cuadro en dos espacios distintos e incomunicables. El pintor nos ha situado al otro lado. Nuestra posición de espectadores, que es también la suya, nos hace ver la vida ahora desde el otro lado de la frontera. Hemos dejado atrás la masa de árboles que aún conservan sus hojas para saltar a este otro lugar de vegetación escasa, desnuda, fría. El muro divide la mitad inferior del cuadro en dos mundos e invierte nuestra percepción habitual de la vida y la muerte. Ahora estamos fuera de los límites del parque, en otro mundo.
Pero también podemos observar una oposición entre el cielo y la tierra. En el espacio inferior, las leyes de la vida y la muerte se alternan y se complementan con necesidad mutua. De alguna forma integran el mismo universo, fatalmente inferior, reducido a un aquí abajo del que no hay forma de escapar. Sobre ese universo, el cielo del invierno de Castilla o de Campoo - serenamente blanco y azul, variado y uniforme al mismo tiempo - despliega su frialdad ajena a nuestros temores y nuestras esperanzas. Es un cielo indiferente, tras el cual adivinamos el imperio lejano de un Deus absconditus, un Dios oculto del que estamos separados por una frontera impalpable, y por eso mismo inalterable. Los árboles desnudos del reino de la muerte intentan en vano alzar sus ramas despojadas hacia ese cielo extraño, sereno, definitivamente fuera de su alcance y del nuestro.
Algunos cuadros están llenos de música, parece que los percibimos con el oído. De este cuadro se desprende un silencio que está más allá de cualquier percepción y que determina nuestra impresión visual. Es invierno. El paisaje está envuelto en un silencio húmedo y aterido, los colores se funden en una armonía de lo apagado y lo tenue. Incluso la luz que baja del cielo y se reparte por el paisaje comunica un ritmo sigiloso. El invierno es también una metáfora; sin duda la referencia a las estaciones del año es la más universal y antigua identificación que el hombre hizo entre su tiempo y el tiempo de la naturaleza. El invierno de este cuadro es estático, sosegado, y abandonado a una belleza helada e inmutable.
Ese árbol mutilado y retorcido es lo único que rompe la quietud del paisaje. Que su horror no sea el nuestro, tal vez sea eso todo cuanto debamos pedir.