Exposición

JOSÉ GALLEGO

Dibujos transitivos

25.10.2024 - 12.01.2025

c/ Rubio 6, Santander


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Reapertura del MAS

El MAS reabre sus puertas después de las obras de reforma con una selección de sus mejores obras.

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Presentación libro "MAScolecciones2021. Catálogo sistemático"

Viernes 24 de noviembre de 2023

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Día Internacional de los Museos 2023

Jueves, 18 de mayo

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Presentación libro "MAScolecciones2021. estudios y Reflexiones"

Viernes 19 de mayo a las 19.00h

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Fernanado Zamanillo, socio de honor de "amigosMAS"

La Asociación amigosMAS ha decidido nombrar como primer Socio de Honor a Fernando Zamanillo. Será el próximo viernes 25 de noviembre…

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Proyecto Museológico y Museográfico

Documento de trabajo del MAS que desde mediados de los noventa del siglo XX se desarrolla y actualiza de acuerdo a los nuevos contextos.

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Julio Maruri

JULIO MARURI

(Santander, 1920)

 

Poeta, escritor y pintor. Premio nacional de Poesía (1958). Integrante del Grupo Proel, entre sus poemarios destacan Las aves y los niños (Proel, 1945), Los años (Adonais, 1947), y Algo que canta sin mi. Poesía: 1944-1992 (Universidad Popular "José Hierro", 1993). El MAS organizó una exposición antológica de su obra plástica y publicó un extenso catálogo sobre su vida y su obra (2003-2004).

 

Fernando VII

 

Queridos amigos,

 

            Permitidme ante todo -o perdonadme- que os hable un poco de mí, de este peregrino en su patria como nos tituló nuestro entrañable y llorado José Hierro a quien todavía busco a veces en un Santander perdido; aquel, salido apenas de las ruinas y como transformado ahora en modernísima capital de Cantabria.

 

            Cincuenta y cuatro años habrán pasado en ese mes de octubre que nos llega, que asoma ya, desde aquella mañana en que “Pepín” que había subido al tren en la estación de Maliaño, durante la breve parada, me vino a dar el abrazo de un casi “adiós para siempre”.

 

            Ese poco de mí que recibís aquí esta tarde, gracias a la invitación generosa de Salvador Carretero, y a la ingeniosa invención de Juan Antonio González Fuentes, ha tenido la osadía de escoger un lienzo alucinante y aureolado por la incomparable gloria de su autor como pretexto para presentarme ante vosotros.

 

            Podéis, por ello, imaginar el pánico que me sobrecoge. Por un lado: la mano de Goya y, por el otro, los Episodios Nacionales de Don Benito Pérez Galdós.

 

            En medio de ambos, pero sobre la plaza de Alfonso XIII y cerca de la Virgen bailarina de la Catedral, se halla el icono más célebre de nuestra ciudad, la tantas veces cambiada de sitio estatua de Velarde atacador, sable al viento, y del que cada uno de nosotros frente a ella, hemos oído decir un día de nuestra niñez: “está mirando a Francia”.

 

            Francia, patria de las luces y de los progresos, pero también de muchas ilusiones históricas -no olvidemos al presente- pero también creadora de París, que fue, hasta el fatídico 1940, principios de su complicidad con Alemania, la Ville Lumière.

 

            A ella voy, un poco a ciegas, -si es cierto el consejo de Rabí Najman de Braslaw-, el santo jasid contemporáneo de Pío VII y de Beethoven, que dice: “No preguntéis el camino a quien le conoce, porque no podrías extraviaros”.

 

            Consejo que me servirá de alibí para invitaros a mi vez, al extravío en cumplimiento de mi promesa de alucinar entre vosotros frente a un cuadro.

           

            Vayámonos pues al París de los años setenta, donde Sartre, donde Barthés, donde Foucault hacen todavía mucho ruido, aunque superados en ello -y que éste su ruido sea hermético y de media voz- por el psicoanalista Jacques Lucan, autor de una lectura insólita de la obra de su maestro Sigmund Freud, y para quien todo Sigmund Freud está contenido en tres obras: “El chiste y su relación con el inconsciente”, “La psicología de la vida cotidiana” y “La interpretación de los sueños”.

 

            Jacques Lacan o Jacques Lacan, si preferís mi pésima pronunciación del francés, tenía cátedra en la Escuela Normal Superior, instalada ésta en la Rue d´Ulm a orillas del barrio Latino. La sala en que hablaba Lacán era un anexo del edificio principal de la Escuela, y siempre abarrotada de público. Había que madrugar para obtener sitio con silla. En el rincón en donde yo solía ponerme cerca de la puerta de entrada solía encontrar a un hombre de cómo treinta años de edad, de pelo negro, de rostro amorenado y paliducho y de ojos, negros también, grandes y como inhumanos, tan fija era su mirada. Su porte altivo  me había impresionado. Vestía siempre de riguroso luto y una vez acomodado, permanecía inmóvil durante toda la sesión.

 

            Una de aquellas mañanas sentose a mi lado -era la única silla que quedaba libre- y la sonrisa que me ofreció con apariencias de traducir un tácito saludo, me hizo ver una dentadura de lobo.

 

            Luego, entró Lacan por la puertecilla de actores -si se puede decir así, pues sus lecciones constituían un espectáculo- subió al estrado, y tras una mirada circular de jefe que cuenta su tropa, comenzó, sin más, su llamémosla lección.

 

Conviene decir aquí que Lacan por aquellos años hablaba ya con voz algo apagada y cansina, así que, a la dificultad de seguirle se añadía la de mal entender alguna que otra palabra disuelta en la distancia “...si de un hombre que se cree que es rey se puede decir, y con razón, que está loco, un rey que se creería rey no lo sería menos, digo, loco. Como la prueba el ejemplo de Luis II de Baviera. Aunque se exige que los reyes hagan bien el papel para el que fueron destinados o elegidos. Y no se vaya a creer aquí que Napoleón era un tipo que se creía Napoleón, puesto que Bonaparte hizo, supo hacer todo lo posible para llegar a ser Napoleón y sólo cuando perdió el imperio y se encontró prisionero en Santa Helena fue cuando comenzó a mentirle a las  Cases para que la posteridad creyera -como así fue- que se había creído Napoleón...”

 

            Callada la gente, tras algún rumor y  risa prosiguió Lacan su calmoso discurso en torno a la identificación y -tiza en mano- a ilustrarla en el encerado con  banda de Moebius, dibujos de nudos y lo que el llamaba el Sifón.

 

            Es ahí donde yo perdí el hilo.

 

- Usted es español, ¿verdad?, le oí susurrar a mi extraño vecino que había casi pegado sus labios a mi oreja.

 

- Sí, de Santander.

 

- ¡Ah! ¿De la tierra del capitán Velarde? Y el susurro se hizo más susurrado para decir:

- ¿No le parece a usted que esto de hoy es algo pesado?

 

- Un poco, le contesté sonriendo a medias porque yo era familia de Lacan.

 

Sentí que me empujaba con el codo, y, como quien ordena:

 

- Salgamos, me dijo. Se desprendía de su cuerpo una fuerza impulsiva, de poder.

 

            Y nos vimos en la calle.

 

            Era media mañana, el cielo estaba límpido en su otoño, y las hojas de los árboles inmóviles y como pintadas por un Magritte.

 

            No había nadie en la calle de Ulm.

- Ulm fue una victoria de Napo, comentó, y su “Napo” sonaba como el “Napoleonchu” de un viejo carmelita vasco que yo había conocido antaño, a menosprecio.

 

Había tomado posesión de mi brazo y yo me dejaba llevar como hechizado.

 

- Bajemos por Gay-Lussac, que me place pasear con usted, y me gustaría que visitásemos algún sitio distrayente. Sé que es usted pintor y que ha publicado libros de versos. No me pregunte cómo lo he sabido, que no se lo diré. ¿Qué le parece si nos acercásemos a San Sulpicio para saludar a Delacroix? Delacroix descubrió en Madrid a ese maldito Goya, aunque no alcanzó ni con mucho el genio del traidor aragonés.

 

Yendo hacia San Sulpicio habíamos pasado por la calle Médicis donde vivió Francis Poulenc.

 

- Este Poulenc comenzó escribiendo música licenciosa, como aquel ballet para los Bailes Rusos de Diaghilew que transcurría en un burdel. Pero luego, ya viejo compuso una ópera con libreto de Bernanos -el autor de “Los grandes cementerios bajo la luna”-: se llamaba Diálogosde Carmelitas fundado en el martirio de las de Compiègne.

 

Fue horrendo. Dicen que subieron al patíbulo una tras otra y cantando la Salve, que terminó cuando la última fue ejecutada.

 

Se calló y aquí murmuró algo, como si rezase, mientras seguíamos andando hacia el Palacio de Luxemburgo, frente a la rue Tournon.

 

Allí mi acompañante se paró y mirando hacia ella me dijo:

 

- ¿Ve usted ese hotel, a la izquierda de la calle? Pues ahí murió Joseph Roth. Supongo que usted ha leído la “Marcha de Radetzky” y, “La leyenda del santo bebedor”?. Otto de Habsbourg me ha contado que intentó varias veces convencer a Joseph Roth que dejase de beber. Joseph Roth, judío nacido en Austria era monárquico. Un día, Otto, harto de argumentos, le dijo a Roth: “Roth, deje de beber, es orden que le doy como soberano suyo”. Pero Roth, no dejó de beber concluía, con una sonrisa desolada, el heredero del Imperio Austro-Húngaro.

 

- En lo que toca a ese Palacio de Luxemburgo que hizo construir María de Médicis, tatarabuela de Don Juan,  Rey de España, habría muchísimo que contar. Pero ya se han encargado de ello historiadores más o menos falaces. Acuérdese de lo que acaba de decirnos Lacan hace un rato. En mi familia, cuando yo aún era niño, se solía recordar los horrores de la revolución francesa y la trágica suerte de nobles y soberanos. Cada año, el 21 de enero, se decía misa por el alma del infortunado Rey Luis y luego por el alma de la infortunada María Antonieta, a la que dibujó, retrató, desde una ventana, el infame David cuando la carreta en que la conducían al suplicio pasaba por delante de la casa del pintor.

 

Ya en San Sulpicio no hicimos más que entrar y salir con sólo un vistazo a la capilla de los ángeles -Jacob luchando o Heliodoro echado del templo por  ángeles coléricos.

 

-         Yo creo en los Santos Ángeles,

 “Ángel de mi guarda

 dulce compañía...”

 

Pero, tanto al entrar como al salir, le vi hincar rodilla en tierra y, tras haber tomado agua bendita con dos dedos y  tendídome la mano, santiguarse devotamente a lo español.

 

Aunque, al salir, como estábamos a dos pasos de la calle Palatina, me hizo el elogio de aquella descarada princesa cuñada de Luis XIV, comparando su obra epistolar con la de Santa Teresa de Jesús -“claro está que de muy diferente contenido.” Y me extrañó que, al nombrar a Santa Teresa hiciese un nuevo signo de cruz. Lo cual se llama, entre creyentes, no tener respetos humanos.

 

- Y ahora, vámonos al Louvre.

 

Yo iba a contestar que el Louvre caía demasiado lejos, que ya era mediodía y hora de comer.

 

Pero él se adelantó.

 

-Comeremos luego.

 

(Aunque tal comida nunca tuvo lugar, por lo que diré).

 

- Lo mejor será que cojamos un taxi.

 

Pasaba uno frente a la plaza, por la calle Bonaparte, en dirección al Sena. Iba como frenando, sin duda porque el chofer atisbaba en nosotros posibles clientes.

 

A su vista mi acompañante agitó su brazo libre gritando “¡Alto ahí!”. Mientras que con el otro mantenía el mío con mano férrea.

 

Era el taxi un vehículo como de otro tiempo, con algo de carroza. Su interior acolchonado hacía pensar en el taxi-metro legendario de Odilón Albaret, al servicio de Marcel Proust.

 

- Es posible que haya servido para traer y llevar a la Reina de Nápoles en sus visitas a los guermantes.  

 

- O al barón de Charlus en sus idas y venidas a la casa de engaños de jupien, añadí yo.

 

- Yo he encontrado al verdadero Charlus más de una vez en casa de la Infanta Eulalia, la tía de Alfonso XIII, la de las Memorias. El verdadero Charlus no lo era tanto como dice Proust.

 

Y de pronto comenzó a tutearme.

 

- Mira, Maruri: No te extrañen mis encuentros. Tengo a veces la impresión de haber vivido en una novela histórica. Como las de Galdós que cuenta lo que pasó y cómo pasó y todo ello contado por gente que lo vio pasar, o que oyó contarlo a quien lo había visto pasar. Y mucho hablar de reyes y emperadores, y ministros, y oficiales y embustes y guerras, y cobardías, pero vivido como contado por alguien, es decir, sin mí, sin mi pasión por mi madre, celoso de sus imaginados amores mordiendo el freno:  furioso contra un padre sonriente y bonachón, que no parecía enterarse de nada, cuando estaba a punto de perderlo todo... Por eso cuando logré tener las riendas en mi mano, sin temores ya de perderlas, me aferré y aferré. De alabar era la Santa Inquisición que conservó en España la Santa Religión contra herejes y conversos.

 

Estábamos ya en Louvre no sé como, ni por dónde habíamos entrado. Nos hallábamos ante el auto-coronamiento de Napoleón que, delante de un Papa más que humillado, coronaba a su vez, en un nuevo rico, y rodeado de su banda, a la signora Josefina como la llamaba la madre del Emperador. Tales eran los comentarios acerbos de mi acompañante, poseído por una especie de convulsión rabiosa, la cual de ninguna manera aparecía en su figura impasible, sino en el como mordilleo de las sílabas, cada vez más mordiente a medida que hablaba.

 

Yo escuchaba aterrado su discurso. Y me decía. ¿Pero quién es este hombre, tan devoto y tan insolente a la vez...? ¿un partidario de la casi extinguida “Acción francesa”? ¿Era español? ¿Era francés?.

 

Enigma. Y pensé en un Drácula, bozando por los siglos, un desesperado, cogido en las redes de Lacán y su fascinante discurrir sobre la causalidad psíquica.

 

Y mi sorpresa aumentó poco más tarde cuando entrando en el piso principal del pabellón de Flora que recogía la colección de pintura española, nuestro hombre vino a plantarse frente al retrato de la Marquesa de la Solana, cuadro de Goya que sería sin rival si Goya no hubiese dado a los siglos el de la Condesa de Chinchón.

 

Clavando en la Marquesa una mirada de azabache y contra mí unos ojos de antimateria.

 

- Aquí está la España que íbamos a perder, exclamó; aquí están los toros de verdad, los mozos crúos; las brujas y sus escobas, la pradera de San Isidro, el fandango bajo la parra, la cristalería del clavecín, el pozo de las guitarras, los penitentes, la gallina ciega, los zancos, el Entierro de la Sardina, la muerte del puto Napoleón, me cago en su madre,...

 

Jadeaba él. Y yo, de nuevo aterrorizado en mi  cosuca  de anónimo ciudadano de a pie, me atreví a decirle:

 

-Venga. Vayamos hacia la ventana...

 

Y poco a poco, a la vista de lo que fue sitio del palacio de las Tullerías, y ahora pequeñamente ocupado por un arco a la romana, se fue calmando y recobrando su aparente impasibilidad, mientras que yo, como al alimón, me tranquilizaba por mi lado.

 

- Vámonos de aquí. Y empuñando de nuevo mi brazo nos volvimos por galerías y escaleras, entre cuadros y cuadros y cuadros a la calle, al airecillo fresco de la calle. En un París vacío, como vaciado, como en los sueños.

 

-         Mira, Maruri, te agradezco que hayas respondido que sí a mi bizarra

invitación a este paseo. Sé -me lo dijo la persona que me habló de ti, y que me mostró un retrato tuyo, por lo que pude identificarte chez Lacan- sé, repito, que viviste en Fontainebleau. En Fontainebleau vivió mi padre cuando la ruina nos trajo al destierro. Me agradaría que fuésemos allí un día de estos. No tengo otra cosa que ofrecerte.

 

-         Toma. Y sacó de una petaca un cigarro puro de Filipinas. Luego tendiéndome la mano, pero no así, sino así añadió:

 

-         Entre nosotros no se usa presentarse, hay costumbres que lo mandan, pero haré una excepción contigo: Me llamo Fernando, Fernando de Borbón y de Parma. Y de pronto se me apareció tal como yo le había visto retratado en la exposición de Goya, en el invierno de 1970. Decía el catálogo que ese retrato había pasado desapercibido mucho tiempo y tardíamente valorado, y el texto añadía: Hoy aparece como una de las obras más interesantes del maestro.

 

            Y me quedé solo en aquél inmenso teatro en el que los personajes actores podían entrar y salir, recitar, y desaparecer.

 

            Pero había un ruido, un rumor, un ruido de tiza, un rumor, un ruido de tiza...

 

            “... a lo que llamaremos para los que no me hayan bien entendido o no venido a mi último seminario, a los que llamaremos, repito: el Sifón...”

 

            Era Lacan que seguía su curso. Y mi vecino de pelo negro, y ojos negros, oliváceo y pálido de tez que tras un leve codazo me decía al oído, con voz muy baja en el silencio recogidísimo del auditorio:

 

-         Estaba usted roncando...

                                                      -------------------------

 

            Eludí anunciaros por razones que ya conocéis el título de mi alucinación y que era:

            Paseando por París

            con su católica

            majestad el Rey

            nuestro señor don

            FernandoVII,

            a quien, según Él

            lo deseaba y pedía

            su Dios tenga en Su gloria.