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El MAS reabre sus puertas después de las obras de reforma con una selección de sus mejores obras.
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Viernes 24 de noviembre de 2023
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La Asociación amigosMAS ha decidido nombrar como primer Socio de Honor a Fernando Zamanillo. Será el próximo viernes 25 de noviembre…
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Documento de trabajo del MAS que desde mediados de los noventa del siglo XX se desarrolla y actualiza de acuerdo a los nuevos contextos.
EDUARDO GRUBER
(Santander, 1949)
Artista plástico y escritor. Premio Nacional de Escenografía, su obra está incorporada en colecciones y museos de la Fundación Juan March, la Fundación Coca-Cola, Harvard University, Museo de Arte Abstracto de Cuenca, Colección Iberdrola, Fundación Peter Stuyvesant de Amsterdam, Centro de Arte Reina Sofía, Biblioteca Nacional de Madrid, MAS / Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria,...
Naturaleza Muerta
Cósimo Messina, era hijo de un comerciante napolitano que al morir dejó a su familia en una difícil situación económica, un hecho que hizo que desde muy joven forjara un fuerte carácter. Aunque discípulo de Gregorio Lazzarini, debió su formación artística al estudio de las obras de Sebastián Ricci y Veronés. Los primeros cuadros de los que se tiene constancia los realiza a los diecinueve años y se encuentran en la Galería de la Academia de Venecia. Cuatro años más tarde, con veintitrés, se casó con Cecilia Guardi, hermana de los pintores Antonio, Francisco y Nicolo Guardi, con la que tuvo nueve hijos, de los cuales Doménico y Lorenzo, también serían pintores.
Igualmente dotado para la pintura al fresco que para la de caballete, y auxiliado por una asombrosa capacidad de trabajo y facilidad de ejecución, cultivó un repertorio de temas bíblicos en los frescos y se especializó en el estudio del bodegón en su obra de caballete, destacando entre los primeros los frescos del Palacio Dugnani de Milán o el ciclo decorativo del Palacio Arzobispal de Udine, y en su obra sobre lienzo El triunfo de Flora, actualmente en el Museo de San Francisco. Pero, quizás, en su trabajo más íntimo, cabría destacar la pareja de bodegones que en 1729 realizó para la residencia del Príncipe-Obispo Lorenzo Wurzburgo, uno, El bodegón de la cocina, se encuentra en la actualidad, entre los fondos del Museo de Bellas Artes de Boston, y el otro, Naturaleza muerta, pertenece a los fondos del Museo de Bellas Artes de Santander y le tenemos frente a nosotros.
No me crean es un juego.
Es gracias a los biógrafos que nos imaginamos con facilidad que en la vida de los artistas, cada acontecimiento, cada hecho acaecido en su vida, por irrelevante que fuera para el resto de los mortales, se convierte en fundamental para la trayectoria vital del artista. Se diría, que lo consideramos imprescindible para construir el mito, la celebridad o la vida ejemplar. Si esta biografía fuera cierta, este cuadro, no sólo ocuparía un lugar destacado dentro de esta colección, pugnando con el retrato de Fernando VII de Goya por ser la imagen o el icono del Museo, sino que también, muy probablemente, nos hiciese verle de otro modo. ¿Ha cambiado en algo nuestra apreciación del cuadro por haber nombrado al pintor? ¿Es capaz la información de condicionar nuestros sentimientos hasta el punto de hacer que el nervio óptico transmita al cerebro algo diferente de lo que percibe?.
Siempre es más fácil, ya lo han visto, hablar de alguien con biografía, pero aquí no es posible, porque la realidad es que esta breve semblanza que acabo de leer pertenece, en esencia, a Giambattista Tiépolo y no a Cósimo Messina. Cósimo Messina no la tiene. Cósimo no existe, aunque a partir de ahora le nombraré así. De él sólo existe cuadro.
Los anónimos nos permitirían presenciar una Historia del Arte escrita en ausencia de los artistas, en la que la retórica de los discursos no valdría, y sólo la obra se defendería por las cualidades que le permitan hacerlo por sí misma. Llegado a este punto, uno se puede preguntar si ¿es el cuadro el mayor momento de gloria del pintor?. ¿Es la gloria lo que busca, o es, sencillamente, al reconocimiento a lo que aspira el artista?. Bien sea a la gloria o al reconocimiento, la aspiración tiene sentido como alimento de la vanidad, y ésta es consustancial al artista sea de la época que sea, aunque sólo es posible que exista si es alimentada en vida de él. Pero, que pasa si no está. El reconocimiento cuando el artista ya no está, toma otro sentido, se convierte casi en una paradoja; se le reconoce con una especie de sentido universal, cósmico, del que todos nos apropiamos al margen del artista, anónimo en cualquier caso en tanto en cuanto no lo percibe. Se diría que es una recompensa a destiempo. ¿Importa, por tanto, que uno pase a la historia como anónimo?. Hoy, lo más próximo al anónimo es el ser un desconocido para el gran público. Hoy, el anónimo es impensable. Las personas anónimas han dejado de estar de modo. Pero, ¿le importaba, en verdad, al pintor, o mejor, a Cósimo, pasar a la historia, cuando no se preocupó siquiera de firmar el cuadro?.
A mí me gustaría imaginarle una pretensión más modesta; aspirar a la felicidad clandestina de una sola persona frente a su cuadro. Al fin y al cabo, aspirar a un intercambio de emociones entre anónimos, con el cuadro en el centro como único protagonista. Algo que nos debe de extrañar, ya el diccionario al referirse a anónimo, antepone en su primera acepción la obra al autor. Entonces, si es el protagonista, ¿no nos podemos preguntar como Pirandello, si no tiene derecho el propio cuadro a buscar su autor?.
Antes de seguir, convendría decir que todo lo leído hasta este instante fue escrito con posterioridad a lo que es propiamente el texto que a continuación leeré, y también, que el espíritu de rescate que han animado estas palabras, fue provocado por la sorprendente y dura respuesta que para el término “anónimo” da el diccionario de sinónimos. Anónimo igual a “ignorado”. Una palabra ante la que no pude evitar un sentimiento a medio camino entre la irritación, y la simpatía personal por el pintor, por Cósimo.
Nunca un pintor ha pintado como otro, ya se sabe. Pero, para un pintor observar, ser un voyeur del trabajo de otro, tiene un atractivo especial. Cadataller es un mundo, cada manía es intransferible, los tiempos de reflexión definitorios, y la cocina suele ser íntima y secreta. Imaginemos entonces.
Para poder hablar del cuadro me van a permitir, sin ninguna ironía, idear al Cósimo pintor. Si antes le asignaba una falsa biografía, ahora les propongo imaginar la vida cotidiana de un pintor del siglo XVIII, inmerso en la penuria humana o la triste épica de aquellos años según uno los cree. A Cósimo, un modesto pintor, difícilmente cabría pensarle una vida diferente. Por ejemplo, casado con la hija de un maestro de taller. Aquí, me gustaría hacer un inciso antes de continuar, para llamar la atención sobre un hecho, cuando menos llamativo; la infinidad de ejemplos de matrimonios entre pintores e hijas de pintores que nos ofrece la historia de la pintura, una curiosa endogamia pictórica, que indica que la figura del artista no era especialmente popular en la sociedad de la época, muy diferente al estatus actual, y sólo, los pertenecientes al gremio parecían ser capaces de confiar el futuro de sus hijas en manos de un artista. Pero, volviendo a “nuestro” Cósimo, le veo también rodeado de sus hijos y viendo en la escasez, en una muy modesta casa de dos plantas, con el estudio en la segunda, en una pequeña habitación orientada al norte, desde donde se veía el campo y las montañas cercanas a Nápoles. Pero, ¿cómo se decide uno a pintar un cuadro como éste?. La lógica nos hace pensar en un encargo, posiblemente para decorar una antesala o el comedor de algún comerciante o aristócrata de la época. Imaginémosle ahora en su pequeño estudio con las frutas y verduras que su mujer ha traído del mercado. Un melón, una calabaza, melocotones, uvas ..., moviéndolas arriba y abajo, con esa gratificante incertidumbre que provoca cada una de las composiciones posibles, y por fin, el encuentro con la composición definitiva y perfecta. Aunque el cuadro, atendiendo a lo que vemos, es el único que objetivamente nos permite opinar, mi intuición me dice que esa composición perfecta de la que he hablado, no se corresponde con la que tenemos delante, ésta es una sorprendente composición “descompuesta”, en la que se echan en falta cosas, mientras que hay otras que nos cuesta reconocer. ¿Qué es esa mancha amarilla y luminosa que atrae nuestras miradas y, donde está lo que debía de haber a la derecha del cuadro?. Es muy posible que el modelo, sin él proponérselo, fuese un festín para la vista. Si, como imagino, Cósimo estaba rodeado de niños, me puedo preguntar si, al fin, lo pintado se ajustaba al modelo original, o, si esa composición perfecta fue menguando a medida que la fue pintando. Un bodegón se tiene que pintar con rapidez para que no se estropee el modelo, pero me temo que él no lo hizo con la suficiente, no para que no se estropeara, sino para salvaguardarle del apetito de los niños. Entonces, ¿qué era eso tan tentador que fue comido con tanta avidez que, incluso, desapareció del cuadro?. Ya Guy Devemport, dice en su obra Objects on a table, “que las auténticas raíces del bodegón están en el sentimiento absolutamente primitivo y arcaico, de que una imagen de comida tiene algún sustento”. Sabemos de la carga afectiva que existe en la relación entre las frutas y sus colores, y también, que para los niños los colores suelen ser suculentos y apetitosos. Habría que preguntarse entonces, ¿tienen sabor los colores?. La naranja sabe a naranja?. ¿Eran naranjas las que completaban la composición original, o eran unas apetitosas cerezas?. No es casual que mientras los pintores al rojo le dicen de cadmio, o de cromo, o rojo Saturno, la gente de la calle les nombren rojo cereza, o tomate. Y, mientras al amarillo le llaman de Nápoles o indio, la gente le dice limón o melocotón ..., pero, ¿será posible que el rojo sepa a cereza, o es a tomate a lo que sabe?. Hace unos días, cuando estaba redactando este texto, un anuncio en televisión, aunque parezca increíble, nos animaba a pintar las paredes de nuestras casas con lo último del mercado; pinturas con olor a frutas .... alucinante, pero, créanme que verdad. Y lo gracioso de la situación fue que al ver los colores que empleaban en las imágenes, me asaltó una duda. ¿Qué pasa con el azul?. ¿A qué olería la habitación del bebé?. ¿A qué huele el azul?, o mejor aún, ¿a qué sabe el azul?. Estarán de acuerdo conmigo en que si hay un color poco protagonista en los bodegones es el azul. Un color excluido del mundo vegetal. Al azul o le imagino agrio, ni ácido, ni siquiera amargo, el azul es refractario al paladar, el paladar es incapaz de imaginarle. Entonces, volviendo al cuadro, ¿por qué las uvas fueron respetadas?. Es posible que fuese el propio pintor el que persuadiera a los niños pintando tres de ellas de color azul. Bromas aparte, y sin ningún rencor por desmentir mis teorías sobre los colores, el cuadro merece otro tipo de reflexión.
La primera vez que le vi, o mejor dicho, la primera vez que me fijé en él, cuando asumí el papel anhelado por Cósimo de espectador clandestino, sufrí mi primera alucinación; el cuadro aparenta ser un bodegón, pero, ¿realmente era un bodegón lo que quiso pintar?. Aquí hay algo diferente, el artista compone el cuadro para que nuestro ojo se pose exactamente donde no hay nada, o lo que hay es irreconocible. Les puedo asegurar que tardé un tiempo en reconocer la parte central como una calabaza abierta en canal. ¿Lo es?. Da lo mismo. Es seguro que al artista le importaba poco. Viendo la mano que demuestra para tratar, por ejemplo, los racimos de uvas, por cierto, con clara influencia de El cesto de frutas de Caravaggio que se conserva en la Galería Ambrosiana de Milán, es imposible que lo que parece torpe sea realmente fruto de la torpeza. Alguien que es capaz de pintar esas uvas, es que quiso pintarlo así, y aquí surge una nueva alucinación, ¿qué pintor de la época pudo ser tan provocativo?. Mientras, por ejemplo, en los bodegones de Luis Menéndez, contemporáneo de Cósimo, los objetos aparecen con una intensidad inaudita, imponiendo, uno a uno, su presencia física, con una especie de cruel objetividad, Cósimo, coloca los objetos, las frutas en este caso, en una especie de espacio-paisaje, sin ningún tipo de ternura, y su “belleza”, si se puede usar ese término, y el enigma que le acompaña, está precisamente en ese modo de agruparlas y pintarlas, y no en su “objetividad”. El enigma está en el “todo”.
Se diría que este cuadro está pintado por alguien que ha abandonado todo contacto con la tradición académica, aunque la tenga presente, para enfrentarse directamente con su particular visión de la pintura. Ya, en aquella época, hablo de principios del siglo XVIII, el maestro de taller Antonio Palestra decía lo siguiente. “Todo el mal presente proviene de la perniciosa costumbre de trabajar de imaginación, sin haber aprendido antes a dibujar con buenos modelos y a componer de acuerdo con las máximas consagradas. Ya no se ve –decía- a los jóvenes artistas estudiar los modelos de lo antiguo, las cosas han llegado a tal punto, que ese estudio es criticado como inútil y embarazoso”, ¿era éste el caso de Cósimo?
Esa particular visión de la pintura, esa imaginación perniciosa, está nítidamente presente en este cuadro. Un ambiente enrarecido, ajeno a la realidad de lo que entendemos como bodegón, parece planear sobre él. A lo que ayuda también, la variedad de formas y texturas, y sobre todo la sensación que transmiten los claroscuros y el uso de luces falsas que lo defines, y, si nos fijamos bien, se diría que la fuente de luz parece interior a cada objeto, al margen de su disposición espacial. La densa atmósfera y los contrastes violentos, hacen que entre la duda de si las formas son rocas, o si cada cosa es lo que parece, proponiendo casi un juego de adivinanzas con lo representado. Y si uno asume ese juego de adivinanzas, es capaz de encontrar en la búsqueda, un acantilado bañado por el sol de la tarde, la entrada de una cueva o un bosque, o incluso, las formas que sugieren una mantis religiosa sobre un cielo tormentoso de otoño. Me pregunto, entonces, si, más que un bodegón, o que realmente propone, es algo próximo a un paisaje, a un paisaje gótico, entendiendo gótico, más como un concepto literario o teatral, que pictórico, incluso, si uno se deja llevar por la perniciosa costumbre de imaginar, adquiere el sentido de un gran decorado operístico en el que no sorprendería ver aparecer en él al personaje más insospechado. En definitiva, una interpretación extravagante para un bodegón fuera de norma.
Para terminar, entiendan esta “macedonia” de alucinaciones, palabras inadecuadas, reflexiones y humor, como mi particular reconocimiento al pintor que se esconde detrás de este anónimo; un pintor desconocido, que no ignorado. Por cierto, ¿adivinan que pasó con el modelo?. Sin lugar a dudas su destino final fue, una macedonia ... de frutas.